miércoles, 29 de octubre de 2008

El Huesped de Drácula

Bram Stoker

Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:

-No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará -sonrió-, pues ya sabe qué noche es.

Johann le contestó con un enfático:

-Ja, mein Herr.

Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.

Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:

-Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?

Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:

-Walpurgis Nacht.

Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:

-Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.

Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se persignaba:

-Walpurgis Nacht!

Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj. Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:

-Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.

Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.

-¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!

Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.

Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:

-Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.

-¿No? -pregunté inquisitivamente-. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?

-Mucho, mucho -contestó-. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.

Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:

-La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.

Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.

Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.

-Hábleme del lugar al que lleva este camino -le dije, y señalé hacia abajo.

Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:

-Es maldito.

-¿Qué es lo que es maldito? -inquirí.

-El pueblo.

-Entonces, ¿hay un pueblo?

-No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.

Me devoraba la curiosidad:

-Pero dijo que había un pueblo.

-Había.

-¿Y qué pasa ahora?

Como respuesta, se lanzó a desgranar una larga historia en alemán y en inglés, tan mezclados que casi no podía comprender lo que decía, pero a grandes rasgos logré entender que hacía muchos cientos de años habían muerto allí personas que habían sido enterradas; y se habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron las fosas se hallaron a los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas de sangre. Y por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!.... y aquí se persignó de nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían y los muertos estaban muertos y no.... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su narración, se iba excitando más y más, parecía como si su imaginación se hubiera desbocado, y terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el rostro, sudoroso, tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que alguna horrible presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz del sol. Finalmente, en una agonía de desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!», e hizo una seña hacia el vehículo, indicándome que subiera. Mi sangre inglesa hirvió ante esto y, echándome hacia atrás, dije:

-Tiene usted miedo, Johann... tiene usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a pie me sentará bien. -La puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento el bastón de roble que siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el camino de regreso a Múnich y repetí-: Regrese, Johann... La noche de Walpurgis no tiene nada que ver con los ingleses.

Los caballos estaban ahora más inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos mientras me imploraba excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena el pobre hombre, parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya había perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había olvidado que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi idioma, así que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras señalar la dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el camino lateral, hacia el valle.

Con un gesto de desesperación, Johann volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre mi bastón y lo contemplé alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego, sobre la cima de una colina, apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy bien a aquella distancia. Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a encabritarse y a patear, luego relincharon aterrorizados y echaron a correr locamente. Los contemplé perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di cuenta de que también él había desaparecido.

Me volví con ánimo tranquilo hacia el camino lateral que bajaba hacia el profundo valle que tanto había preocupado a Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más mínima razón para esta preocupación; y diría que caminé durante un par de horas sin pensar en el tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni casa alguna. En lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no me di cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo del camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de que, inconscientemente, había quedado impresionado por la desolación de los lugares por los que acababa de pasar.

Me senté para descansar y comencé a mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era mucho más frío que cuando había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido susurrante, en el que se oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un rugido apagado. Miré hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían rápidas por el cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una tormenta que se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de frío y, pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.

El terreno que cruzaba ahora era mucho más pintoresco. No había ningún punto especial digno de mención, pero en todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé más en el tiempo, y fue sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que comencé a preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta. Había desaparecido la brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo alto mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de sonido ululante y lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el misterioso grito que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un momento, pero me había prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto llegué a una amplia extensión de terreno llano, cerrado por las colinas que lo rodeaban. Las laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura, formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y allá. Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de uno de los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.

Mientras miraba noté un hálito helado en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los kilómetros y kilómetros de terreno desguarnecido por los que había pasado, y me apresuré a buscar cobijo en el bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más oscuro, y a mi alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos más lejanos se perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero mal, y cuando corría por el llano no quedaban tan marcados sus límites como cuando seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura superficie y me hundí en tierra blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza, hasta que casi me arrastró. El aire se volvió totalmente helado, y comencé a sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía ahora tan densa y giraba a mi alrededor en tales remolinos que apenas podía mantener abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por un centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver frente a mí una gran masa de árboles, principalmente cipreses y tejos completamente cubiertos de nieve.

Pronto me hallé al amparo de los mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el soplar del viento, en lo alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se había fundido con la de la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo regresaba en tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el escalofriante aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a mi alrededor.

En ocasiones, a través de la oscura masa de las nubes, se veía un perdido rayo de luna que iluminaba el terreno y que me dejaba ver que estaba al borde de una densa masa de cipreses y tejos. Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a investigar más a fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos cimientos como había pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que, aunque estuviese en ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el perímetro del bosquecillo, me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé una abertura. Allí los cipreses formaban un camino que llevaba hasta la cuadrada masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el mismo momento en que la divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y atravesé el sendero en tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un refugio, así que proseguí mi camino a ciegas.

Me detuve, pues se produjo un repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá en simpatía con el silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero eso fue tan sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso por entre las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el objeto cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un tremendo suspiro de la tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave aullido, como el de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté que el frío me calaba hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la oleada de luz lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras de reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna especie de fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién era y por qué una construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y leí, sobre la puerta dórica, en alemán:

CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801

En la parte alta del túmulo, y atravesando aparentemente el mármol, pues la estructura estaba formada por unos pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta o estaca de hierro.

Me dirigí hacia la parte de atrás y leí, esculpida con grandes letras cirílicas:

Los muertos viajan de prisa

Había algo tan extraño y fuera de lo usual en todo aquello que me hizo sentir mal y casi desfallecí. Por primera vez empecé a desear haber seguido el consejo de Johann. Y en aquel momento me invadió un pensamiento que, en medio de aquellas misteriosas circunstancias, me produjo un terrible estremecimiento: ¡era la noche de Walpurgis!

La noche de Walpurgis en la que, según las creencias de millones de personas, el diablo andaba suelto; en la que se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en la que todas las cosas maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión. Y estaba en el preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era el pueblo abandonado hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando de frío en medio de una nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado, todo mi coraje, para no derrumbarme en un paroxismo de terror.

Y entonces un verdadero tornado estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como si millares de caballos galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus gélidas alas no nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía haber sido lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de granizo que aplastaban hojas y ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en lugar de árboles hubieran sido espigas de cereal. Al primer momento corrí hasta el árbol más cercano, pero pronto me vi obligado a abandonarlo y buscar el único punto que parecía ofrecer refugio: la profunda puerta dórica de la tumba de mármol. Allí, acurrucado contra la enorme puerta de bronce, conseguí una cierta protección contra la caída del granizo, pues ahora sólo me golpeaba al rebotar contra el suelo y los costados de mármol.

Al apoyarme contra la puerta, ésta se movió ligeramente y se abrió un poco hacia adentro. Incluso el refugio de una tumba era bienvenido en medio de aquella despiadada tempestad, y estaba a punto de entrar en ella cuando se produjo el destello de un relámpago que iluminó toda la extensión del cielo. En aquel instante, lo juro por mi vida, vi, pues mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a una bella mujer, de mejillas sonrosadas y rojos labios, aparentemente dormida sobre un féretro. Mientras el trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de un gigante y lanzado hacia la tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes de que me llegara el impacto, tanto moral como físico, me encontré bajo la lluvia de piedras. Al mismo tiempo tuve la extraña y absorbente sensación de que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro cegador relámpago, que pareció golpear la estaca de hierro que dominaba el monumento y llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando el mármol como en un estallido de llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de agonía, lamida por las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el trueno. La última cosa que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo fui aferrado por la gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me golpeaba y el aire parecía reverberar con el aullido de los lobos. La última cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa movediza, como si las tumbas de mi alrededor hubieran dejado salir los amortajados fantasmas de sus muertos, y éstos me estuvieran rodeando en medio de1a oscuridad de la tormenta de granizo.

Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos. Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.

Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi boca.

Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.

Mientras se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi corazón.

-¡Buenas noticias, camaradas! -gritó-. ¡Su corazón todavía late!

Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:

-¿Lo hallaron?

La respuesta fue apresurada:

-¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!

-¿Qué era? -preguntaron en varios tonos de voz.

La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo compartido que les impidiese airear sus pensamientos.

-¡Era... era... una cosa! -tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.

-¡Era un lobo..., sin embargo, no era un lobo! -dijo otro estremeciéndose.

-No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida -indicó un tercero con voz más tranquila.

-¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil marcos! -espetó un cuarto.

-Había sangre en el mármol derrumbado –dijo otro tras una pausa-. Y desde luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta. Vean, camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.

El oficial miró mi garganta y replicó:

-Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.

-¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? -preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.

-Volvió a su cubil -contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor-. Aquí hay bastantes tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido! Abandonemos este lugar maldito.

El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en formación.

Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie, sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.

-¡Un gran perro! Eso no era ningún perro -interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo-. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.

El joven oficial le respondió con calma:

-Dije un perro.

-¡Perro! -reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo-: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?

Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la calmada voz del joven oficial:

-Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.

Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y los demás regresaban al cuartel.

Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.

-Pero Herr Delbrück -interrogué-, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?

Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:

-Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara a pedir voluntarios.

-Pero ¿cómo supo que estaba perdido? -le pregunté.

-El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los caballos se desbocaron.

-¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?

-¡Oh, no! -me respondió-. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama del boyardo de que es usted huésped -y sacó del bolsillo un telegrama, que me entregó y leí:

BISTRITZ

«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su celo con mi fortuna. - Drácula.

Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.

FIN

lunes, 20 de octubre de 2008

Hegel

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (el más grande)

(Stuttgart, actual Alemania, 1770 - Berlín, 1831) Filósofo alemán. Hegel estudió primero en el instituto de su ciudad natal, y entre 1788 y 1793 siguió estudios de teología en Tubinga, donde fue compañero del poeta Hölderlin y del filósofo Schelling, gracias al cual se incorporó en 1801 como docente a la Universidad de Jena, que sería clausurada a la entrada de Napoléon en la ciudad (1806).
Al tiempo que se introducía en la obra de pensadores como Schiller, Herder, Lessing y Kant, Hegel compartió con sus compañeros el entusiasmo por la Revolución Francesa. Aunque al principio se hallaba muy próximo al idealismo de Fichte y Schelling, a medida que fue elaborando su propio sistema filosófico, ya profesor en la Universidad de Heidelberg (1816-1818) y luego en Berlín (1818-1831), se alejó progresivamene de ellos.

El propio Hegel calificaba el idealismo de Fichte de «subjetivo», el de Schelling de «objetivo» y el suyo como «Absoluto» para denunciar la incapacidad de éstos para resolver la contradicción, tarea que para él constituía el objetivo último de la filosofía: «La supresión de la diferencia es la tarea fundamental de la filosofía».
No en vano el de Hegel es el último de los grandes sistemas concebidos en la historia de la filosofía. La «contradicción» significa aquí el conjunto de oposiciones que había venido determinando la historia de las ideas desde el pensamiento clásico: lo singular y lo universal, la Naturaleza y el Espíritu, el bien y el mal, etc. La superación de la contradicción debe llevarse a cabo a partir del pensamiento «dialéctico», cuyas fuentes están en Heráclito y en Platón.
Si la filosofía alemana del momento se hallaba dominada por el concepto kantiano de noúmeno, que establecía el límite más allá del cual el conocimiento no podía avanzar, para Hegel «la filosofía tiene que dejar de ser "tendencia" al saber para ser un efectivo y pleno "saber", para ser ciencia (Wissenschaft)». Hegel parte de la realidad como un todo (monismo) compuesto por partes integrantes cuyo sentido sólo puede ser aprehendido por remisión a la totalidad en la que se inscriben.
Pero, a diferencia de sus antecesores, concibe una totalidad dinámica: cada cosa llega a ser lo que es en el seno de un continuo devenir, un proceso que es producto de la diferencia, del carácter constitutivamente contradictorio del ser. El movimiento esencial del ser es dialéctico, por cuanto expresa la pugna interna entre las partes para reducir su oposición a unidad. Dado que el pensamiento debe aprehender una realidad en movimiento, Hegel desarrolla una lógica que permite conocer el ser (el Absoluto) sin excluir el devenir y el cambio.
De ahí que su sistema sea dialéctico, por cuanto intenta concebir lo concreto desde el interior de lo absoluto, que se manifiesta como tal en la oposición a lo concreto y en su negación. Por ello, la «negatividad» es un concepto central en el sistema hegeliano, pues explica el devenir de cada objeto en su contrario, y la resolución de ambos en una nueva figura que a su vez será negada; al final del proceso, la esencia del Absoluto se revela como pura negatividad, es decir, como la ausencia (o mejor la negación) de cualquier determinación.
Al contrario de lo que sucede en otros sistemas, el Absoluto de Hegel se da como lo concreto, como suma de todos los momentos del proceso a la vez que como su resultado, superando la vaguedad de la abstracción, que constituye un momento del todo. La distinción entre sujeto y objeto resulta también superada («Todo lo racional es real y todo lo real es racional»), pues la historia del proceso de revelación del Absoluto (el Espíritu), que Hegel desarrolla en su Fenomenología del Espíritu, se da como proceso de autoconocimiento del propio Absoluto. La historia de los hombres es la expresión de un conflicto que tiende a desaparecer, marcado por un fin –telos– que consiste en la reducción de la diferencia a identidad absoluta.


Simplemente genial.

Una pequeña película sobre Georg Wilhelm Friedrich Hegel



Vida de Hegel I

Vida de Hegel II

Vida de Hegel III

Hegel IV

Hegel V

Saludos
Vlady

domingo, 12 de octubre de 2008

CARL SCHMITT, TEORIA POLITICA Y CATOLICISMO

Carlos Ruiz Miguel, Profesor de Derecho Constitucional, Universidad de Santiago de Compostela
En la dirección http://web.usc.es/~ruizmi/smt.html



I. SOBRE EL CATOLICISMO DE SCHMITT.
II. CARL SCHMITT, CONFESOR CATOLICO
III. ALGUNAS TESIS DE SCHMITT Y EL CATOLICISMO
1. El concepto de lo político.
2. La noción de soberanía.
3. La crítica de los valores.
IV. CONCLUSION.

I. SOBRE EL CATOLICISMO DE SCHMITT.

Carl Schmitt (Plettenberg, 11.7.1888 + Plettenberg, 7.4.1985) es uno de los más importantes juristas y teóricos de la política del siglo XX. Pero es menos conocido que fue siempre católico y que el catolicismo estuvo constantemente presente en su obra. La relación de Schmitt con el catolicismo ha sido estudiada en varias ocasiones, si bien no de modo sistemático. En cualquier caso, según advierte Galli, es preciso plantear dicha relación desde diversas perspectivas. En primer lugar, la investigación debe centrarse en el perfil biográfico del autor, dando cuenta de la situación histórica y familiar de Schmitt, su formación juvenil, sus amistades y sus relaciones con intelectuales católicos. En segundo lugar, habría que abordar el aspecto personal-político de Schmitt, principalmente sus relaciones con los partidos católicos alemanes (que, aunque inicialmente buenas, fueron empeorando). En tercer lugar, debe examinarse la cuestión religiosa, tomando en cuenta no sólo la calidad de la cultura teológica de Schmitt, sino también la congruencia de su imagen de la Iglesia respecto a los problemas contemporáneos. En cuarto lugar, podría estudiarse la perspectiva teórica para comprobar en qué medida ha influido el catolicismo en la elaboración de las principales categorías a través de las que ha interpretado Schmitt la Modernidad, en relación con el Derecho, la Teoría del Estado y de la Política y la Filosofía de la Historia (en la que ha realizado interesantísimas investigaciones en torno al Anticristo y al Kat-Echon como fuerzas históricas). Las perspectivas apuntadas por Galli no agotan, sin embargo, un posible estudio de las relaciones de Schmitt con el Catolicismo. Aún se ha apuntado otra posible línea de investigación: el influjo de Schmitt sobre el catolicismo alemán de su tiempo, documentable en las principales revistas católicas y en la obra de las grandes figuras católicas alemanas, sobre todo a raíz de la publicación en 1923 de su estudio sobre "Catolicismo romano y forma política". En conexión con esta última línea, y quizá como una visión distinta, podría estudiarse además, no ya sólo el influjo de la teología católica en Schmitt, sino el de Schmitt en la Teología católica, perceptible en la obra de algún importante teólogo canonista como Hans Barion, discípulo de Schmitt. La brevedad de este trabajo y la gran envergadura del tema obligan a examinar sólo algunas de las líneas de investigación anotadas.

II. CARL SCHMITT, CONFESOR CATOLICO

Nació Schmitt en el seno de una familia católica que vivió en Plettenberg, pueblo de fuerte implantación protestante en Renania, país católico, por lo que, como indica Schwab fue muy consciente de la controversia ocasionada por la Kulturkampf que, a pesar de ser un acontecimiento pasado, era todavía un tópico capaz de suscitar la violencia entre católicos y protestantes. Pese a que algún autor afirma la ausencia de fervor religioso en Carl Schmitt, los datos parecen indicar lo contrario. Schmitt perteneció a una familia muy religiosa. Su padre, por el que sentía una profunda veneración, al llegar a Plettenberg impulsó con su trabajo y su dinero la construcción de una iglesia católica en un lugar donde sólo existía una iglesia protestante. Schmitt se trataba de un creyente fiel practicante de la religión, como lo apuntan las personas que lo trataron directamente. Carl Schmitt gustaba de hablar de Teología en sus conversaciones, y en su obra se constata su profunda formación teológica. En ocasiones, animaba sus tertulias con cantos religiosos como el de los peregrinos alemanes a Tierra Santa.
Sin embargo, es en una situación límite, en un caso excepcional -aquel que según Schmitt descubre la esencia de las cosas-, el de su encarcelamiento (al ser objeto de un "arresto automático" en calidad de testigo que puede ser convertido en acusado) donde puede apreciarse su profunda fe católica. En una obrita singularmente lograda en lo literario, escrita en prisión entre grandes dificultades, encontramos el testimonio más importante de la hondura y sinceridad de su fe. El autor renano ve en dos figuras de la mitología clásica (Prometeo y Epimeteo) la postura que puede adoptar el hombre ante Dios. Prometeo, que quiere robar a los dioses su atributo divino, el fuego, evocaría al ser humano soberbio que quiere comer el fruto del árbol del bien y del mal para ser como Dios. Epimeteo sería, sin embargo, el hombre que es obediente a los preceptos divinos. Schmitt señala en repetidas ocasiones que él es un Epimeteo cristiano y declara su rechazo a lo prometeico. Esa idea de lo prometeico, nunca aceptada por Schmitt, se percibe, a su juicio, en la gnosis, en el gnosticismo, que aparece así como una religión del Hombre y, por tanto, satánica. Pero además, lo satánico aparece en otro campo, en la Técnica, que pretende hacer al hombre como Dios. Esta última idea la había expuesto ya en una conferencia dada en Barcelona en 1929, donde se refirió al espíritu maléfico y satánico de la técnica basado en la fe en "el poder sin límites y el señorío absoluto del hombre sobre la naturaleza, incluso sobre la humana" y en "el vencimiento de las fronteras naturales". Para Schmitt, todo ese despliegue de las fuerzas de la técnica "tiene algo de maravilloso" y "es digno de la intervención de potestades infernales".
Schmitt cree en la resurrección de los muertos, reza por el alma de los difuntos, admira a los Padres de la Iglesia, manifiesta su devoción por la Inmaculada Virgen María, madre auxiliadora de la que dice Schmitt, escritor líricamente que "un soplo de su clemencia celestial" puede disolver el rígido lamento de la tumba del poeta Kleist. Confiesa como cristiano la divinidad de Cristo de forma artística, pero sincera: "el último refugio para un hombre torturado por los hombres es siempre una oración, una jaculatoria al Dios crucificado. En el dolor lo reconocemos y nos reconoce. Nuestro Dios no fue lapidado como judío por los judíos, ni decapitado como romano por los romanos. No podía ser decapitado. Sufrió la crucifixión, muerte de los esclavos, que un conquistador extranjero le infligió".
Ese católico que fue Carl Schmitt terminó sus días en la tierra un 7 de abril de 1985. Aquel día, hecho simbólico, era Domingo de Resurrección.

III. ALGUNAS TESIS DE SCHMITT Y EL CATOLICISMO

1. El concepto de lo político.
Una de las más importantes aportaciones de Carl Schmitt al pensamiento político es su concepto de lo político. Para él, "la distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo". Se cuida de advertir que enemigo en sentido político no es un adversario privado, sino público, es decir, es una totalidad de hombres situada frente a otra análoga que lucha por su existencia, o mejor, por su propia forma de existencia, frente a otra análoga, por lo menos eventualmente. El precepto evangélico del amor por los enemigos (Mt. 5,44 y Lc. 6,27) señala Schmitt tras un examen etimológico, se refiere sólo al enemigo privado, no al público, al inimicus/ y no al hostis/ . Por ello, dice nuestro autor, en la milenaria lucha entre el Cristianismo y el Islam, a ningún cristiano se le ha ocurrido, movido por su amor a los sarracenos o a los turcos que debiera entregarse Europa al Islam en vez de defenderla (notemos que Schmitt escribe en 1929, antes del Concilio Vaticano II y de la asunción por éste del ecumenismo y de la libertad religiosa). El enemigo en sentido político no tiene por qué ser odiado en la esfera privada y personal. Como recuerda Galán, nadie puede sostener que la guerra resulte condenada en los Evangelios: si lo sostuvieron en los primeros siglos algunos padres de la Iglesia bien pronto la Iglesia misma reaccionó contra esa tesis llegando a declarar como herética la opinión de que toda guerra es, sin más, ilícita, anatematizando al que deserta del servicio militar por pretextos religiosos y santificando a muchos hombres de armas (reiteramos la advertencia sobre la fecha del escrito de Schmitt). Ciertamente, en este punto, como en muchos otros de su pensamiento, Schmitt se inspira en el catolicismo tradicional, tridentino si se quiere, que no se parece al que conforma el Concilio Vaticano II.
Schmitt es ante todo realista y se aleja de toda suerte de utopías, sentimentalismos o racionalismos que ignoran la realidad de las cosas. Su pensamiento es, ante todo, pensamiento concreto, no abstracto, en el sentido de estar en contacto con la realidad y no alejado de ella. Su formulación de lo político se inscribe en esa línea. Por ello, concordamos con Galán en que se puede pedir que un renovado sentido cristiano de la vida suavice las crudezas y rigores de una época intensivamente politizada en todos los órdenes, mas lo que no se puede pedir al hombre es su despolitización porque eso es utopía: el hombre es en esencia y potencia animal político, y por los siglos de los siglos el hombre se conducirá como lo que es, y la política seguirá siendo el destino trágico e inexorable de su existencia. No poder pensar que la división de los hombres en amigos y enemigos sea una reminiscencia atávica de épocas bárbaras llamadas a desaparecer un bello día de la tierra es, ciertamente, algo descorazonante: a saber, una descorazonante verdad, como otras tantas de la vida.
La realidad de la oposición amigo-enemigo tiene una evidente raíz teológica. Satán significa "el adversario", esto es, el enemigo. La oposición amigo-enemigo no es, por otra parte, maniquea como a menudo se dice, pues se trata de una descripción real, existencial, de algo presente en la vida y no una afirmación del carácter eterno e increado del principio maligno. En la teología católica, el enemigo nace en un momento determinado como consecuencia de la rebelión de Luzbel y será derrotado definitivamente al final de la historia: no es eterno como Dios. Pero entre esos dos momentos, inicial y final, existe y actúa en la historia. Afirmar que esa contraposición es maniquea supone ignorar en qué consiste el maniqueísmo, la doctrina de Mani que afirma la existencia eterna del Bien y del Mal como principios irreductibles, eternos y con sustancia propia. Schmitt al formular su concepto de lo político no es un maniqueo, sino que se mantiene dentro de la más pura ortodoxia (tradicional) católica.

2. La noción de soberanía.
Según Schmitt, "soberano es el que decide sobre el estado de excepción". Esta noción de soberanía tiene para él raíces teológicas. El propio Schmitt declara que "todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados". Ello se explica porque "la imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la organización política que esa época tiene por evidente". Conclusión ésta que comparte su gran adversario Kelsen quien sostiene que hay una correlación entre visión filosófica del mundo y defensa de la autocracia o de la democracia. De ahí que la imagen que tenga de Dios una sociedad suela ir aparejada con una determinada forma política.
Sentados estos precedentes, examina Schmitt qué forma política acompaña a la noción de un Dios personal y providente que interviene directamente en el mundo, cual es Cristo y también qué concepto de Dios (si es que lo hay) se asocia con la forma política del Estado de Derecho democrático. Cree Schmitt que la noción de un Dios personal y providente, como la que él profesa, que interviene directamente en el mundo, no se cohonesta con esa forma política del Estado de Derecho democrático, sino con otra distinta. Como afirma Schmitt, "está dentro de la tradición del Estado de Derecho contraponer al mandato personal la validez objetiva de una norma abstracta". En la teoría del Estado del s. XVII que supone todavía la trascendencia de Dios frente al mundo, el monarca se identificaba con Dios y el Estado (o si se quiere, el Monarca) ocupaba una posición análoga a la atribuida a Dios, considerado como unidad personal y motor supremo. El constructor del mundo es al mismo tiempo creador y legislador, es decir, autoridad legitimadora. La concepción de la soberanía consecuente con esta idea de Dios es de tipo personalista, concreta, y no abstracta o diluida en órganos abstractos. Esta concepción concreta es la defendida por Hobbes cuando dice que "si uno de los poderes ha de someterse al otro, esto significa simplemente que quien detenta el poder ha de someterse al que tiene el otro", pues la sujeción, la orden, el derecho y el poder son accidentes de las personas, no de los poderes". Por ello, Hobbes siempre fue personalista y postuló una última instancia decisoria concreta. En última instancia, la consideración de un poder personal supone la existencia de una responsabilidad, que resulta muy difícil de exigir, cuando no imposible, respecto de un poder impersonal o abstracto. No sólo subyace aquí, pues, la idea de un Dios personal y providente que interviene directamente en los asuntos humanos, sino también la idea del hombre como persona, al que en virtud de su libertad se le pueden exigir responsabilidades, esto es, la idea católica del hombre capaz de salvar o condenar su alma.
Frente a lo anterior, el autor alemán afirma que "la idea del moderno Estado de Derecho se afirmó a la par que el deísmo, con una teología y una metafísica que destierran del mundo el milagro y no admiten la violación con carácter excepcional de las leyes naturales implícita en el concepto del milagro y producido por intervención directa, como tampoco admiten la intervención directa del soberano en el orden jurídico vigente. El racionalismo de la época de la Ilustración no admite el caso excepcional en ninguna de sus formas". Del mismo modo que el deísmo mantiene la existencia de un Dios, pero de un Dios inactivo, el constitucionalismo liberal mantiene al monarca, pero impotente y paralizado por medio del Parlamento. El deísmo pronto se diluirá, ora en un panteísmo más o menos claro fundado en su inmanencia, ora en la indiferencia positivista frente a la metafísica en general. Todas las identidades que reaparecen en el siglo XIX descansan sobre la noción de inmanencia: la teoría democrática de la identidad de gobernantes y gobernados, la teoría orgánica del Estado y su identificación de la soberanía con el orden jurídico y la teoría de Kelsen sobre la identidad del Estado y el orden jurídico. Precisamente la concepción kelseniana de la democracia como la expresión de una actitud científica relativista e impersonal responde a la línea inmanentista seguida por la filosofía y la teología del siglo XIX.
Esta concepción impersonal del Estado (que para algunos es la forma propia de entender el Estado, frente a las formas preestatales) no esconde para el más importante teórico de la democracia, sin embargo, su carácter ficticio. Como bien advierte Kelsen, "la autocracia tiene por gobernante a un hombre de carne y hueso, aunque elevado a categoría divina, mientras que en la democracia funciona como titular del poder el Estado como tal". Para el fundador de la Escuela de Viena, "la apariencia del Estado como persona inmaterial oculta el hecho del dominio del hombre sobre el hombre (subrayado nuestro), intolerable para el sentir democrático". Lo grave de ello es que pueda concluirse que "una vez eliminada la idea de un hombre que gobierne sobre los demás, cabe admitir que el individuo obligado a obedecer el orden político carezca de libertad" y que "no debe ser libre el ciudadano individual en sí, sino la persona del Estado (subrayado de Kelsen)".

3. La crítica de los valores.
En un artículo importantísimo habló Schmitt de la "tiranía de los valores". La crítica a los valores ya había sido realizada por Heidegger, desde el campo de la Metafísica, como veremos, por Weber desde la Sociología y por Forsthoff, desde el Derecho. Aunque ya Nietzsche hablara de ellos en un sentido, por cierto, cercano al de Schmitt, la terminología y la idea de los valores surgió primero en la filosofía a comienzos de este siglo, para introducirse después en la Filosofía del Derecho y en el Derecho Constitucional y acabando por entrar en la Teología y en el lenguaje eclesiástico. En este último aspecto ha sido capital la torcida traducción que se hizo de una expresión utilizada por Juan XXIII en la Pacem in terris: ordo bonorum se tradujo por jerarquía de valores, algo bastante distinto, ciertamente. En los documentos pontificios posteriores, sobre todo en los del Concilio (pastoral, que no dogmático) Vaticano II esta tendencia no hace sino acentuarse, para llegar al paroxismo con Juan Pablo II quien, no en vano, se doctoró en filosofía con una tesis acerca de "La posibilidad de fundar una ética cristiana sobre la base filosófica de Max Scheler".
Ya Zaragüeta dijo en 1948 con toda claridad que con la filosofía de los valores se abría paso una nueva actitud filosófica, que no es tanto la del que trata de "conocer" el "ser" del mundo y de la vida cuanto de "estimarlos" en su auténtico "valer". Pudo decir así el filósofo español que "en estas cuatro palabras, conocer y ser, estimar y valer, se contiene toda una revolución del pensamiento actual, que no deja de serla también para el antiguo". Heidegger, por su parte, afirma que "el valor y lo válido llega a ser sustitutivo positivista de lo metafísico".
Schmitt, autor de muy buena formación filosófica, parte de que los valores no tienen un ser, sino una validez. El valor no es, sino vale. Ahora bien, Schmitt va más allá. A su juicio, el valor, sin embargo, implica un afán muy fuerte a la realización. No es real, pero está relacionado con la realidad y está al acecho de ejecución y cumplimiento. La validez de un valor tiene que ser continuamente actualizada, es decir, hacerse valer, pues si no, se disuelve en vana apariencia. Quien dice valor quiere hacer valer e imponer. Las virtudes se ejercen, las normas se aplican, las órdenes se cumplen; pero los valores se establecen y se imponen. Quien afirma su validez tiene que hacerlos valer. Esta agresividad es la consecuencia lógica de la estructura tética y subjetiva del valor y se produce continuamente por la realización concreta del valor. Esto se intentó solventar pretendiendo un carácter "objetivo" de los valores, pero así no se hizo más que introducir un nuevo momento de agresividad en la lucha de las valorizaciones, sin aumentar lo más mínimo la evidencia objetiva para los que piensan de manera distinta. En consecuencia, no se superó la teoría subjetiva de los valores. No se consiguen valores objetivos simplemente con el truco de velar los sujetos y silenciar quienes son los portadores de valores cuyos intereses suministran puntos de vista y puntos de ataque del valor. Nadie puede valorizar sin desvalorizar, revalorizar, valoricidar o explotar.
Según la lógica del valor, se observa la siguiente norma: el precio supremo no es demasiado para el valor supremo y hay que pagarlo. El pensamiento de los valores convierte automáticamente la lucha contra un determinado enemigo concreto en lucha contra un sinvalor (abstracto). El sinvalor no tiene ningún derecho frente al valor, y para imponer el valor supremo no hay precio demasiado excesivo. Todas las categorías del clásico Ius publicum Europaeum -enemigo justo (justus hostis), motivo justo (justa causa), proporcionalidad de los medios y procedimiento ordenado (debitus modus)- serán, sin esperanza alguna, víctimas de esta lógica de valor y sinvalor. Lo mismo ocurre con la dignidad humana: al principio se decía que las cosas tienen un valor y las personas tienen una dignidad. Valorar la dignidad se consideró indigno. Hoy día, en cambio, también la dignidad se ha convertido en un valor.
Desde el momento en que cualquier principio o ente (Dios o la religión, lo mismo que el Estado o la libertad), se convierten en valores, pierden su dimensión ontológica, para tener una mera dimensión ideal. Pero además, al entrar en la dinámica de los valores, al entrar en el juego de la cotización propio de la Bolsa de valores, corren el consiguiente riesgo de poder desvalorizarse, y de esta suerte no puede extrañar que en ese mercado el valor Dios pudiera ser considerado inferior al valor indiferencia, el valor libertad al valor igualdad, el valor matrimonio al valor pareja (homo o heterosexual), el valor fidelidad al valor volubilidad, el valor sacrificio al valor comodidad, etc. Pero no sólo es que esos valores, al cotizarse a la baja en el mercado de las ideas, se conviertan en valores inferiores a otros, sino que en la medida en que un valor desvalorizado no se puede imponer, deja de valer, como afirma Schmitt. Un valor inferior, esto es, que no consigue ser superior, es algo inoperante. La dinámica de los valores destruye los principios firmes, las distinciones ontológicas (Bien/Mal, virtud/vicio, honradez/corrupción, p. ej.) que presuponen que uno de los términos no puede llegar a ser el otro. Sin embargo, convertidos en valores, esas realidades se sitúan en una escala común móvil a través de la cual pueden convertirse la una en la otra. De esta forma, los dogmas sufren un proceso de disolución. Del mismo modo, las categorías y los principios jurídicos, las decisiones políticas fundamentales, experimentan un similar falseamiento y corrupción. Así, todo (incluso la religión) cae bajo la visión ideológica. Los valores son a las ideologías lo que los dogmas a las religiones (cuando éstas, por mor de los valores no se han "ideologizado").

IV. CONCLUSION.

Este breve examen de la relación de Schmitt con el catolicismo permite seguramente afirmar que Schmitt fue siempre católico. Nadie duda tampoco del influjo de los dogmas de la Teología católica en la obra de Schmitt. La cuestión de si su filosofía política puede ser considerada como católica es, sin embargo, mucho más ardua. D?Ors ha negado que la obra de Schmitt constituya una Teología política, pues a su entender una Teología política debe partir de claros dogmas y obtener conclusiones políticas racionalmente necesarias, lo que no ocurre con ciertas derivaciones de los dogmas que tienen un carácter metafórico (como a su juicio derivar del dogma de la Realeza de Cristo la necesidad de la monarquía, etc.). Lo que se discute es si esa obra puede ser considerada en sí misma, y no por sus influjos, como católica. La calificación de tal puede verse perturbada por elementos un tanto extraños al debate, como la relación de Schmitt con el nacionalsocialismo, insuficientemente conocida y comprendida, y que ha sido ocasión para que Schmitt fuera objeto de difamaciones. En cualquier caso, nos atrevemos a afirmar que la tesis de que el pensamiento político de Schmitt puede ser considerado como una filosofía política católica, no puede ser descartada, bien entendido que el Catolicismo no impone un único programa o filosofía políticos.

Apocalipsis Now

This is "The End" (The Doors), el inicio de la genial película de Coppola, un viaje al interior de la selva, un viaje interior, al centro del caos y el desenfreno, un viaje a si mismo. Waiting in Saigon (Martin Sheen)


Ride Of The Valkyries (Wagner)

Smell of napalm, Robert Duvall "I love the Smell of napalm in the morning" (Kilgore)

Marlon Brando, Monólogo. The Horror.


"Kurtz Dies", La muerte de uno mismo.
(horror Horror)

Original Trailer (Apocalipsis, Ya)


Es un placer colgar este video, me divierte mucho. Rolling Stones
jajajaja.

viernes, 10 de octubre de 2008

Hans Kelsen

Reconocimiento al gran Jurista Europeo Hans Kelsen, un pensador necesario. Aquí una pequeña reseña sobre su vida.

HANS KELSEN


Pensador jurídico y político austriaco (Praga, 1881 - Berkeley, California, 1973). Este profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Viena (desde 1917) fue uno de los principales autores de la Constitución republicana y democrática que se dio Austria en 1920, tras su derrota en la Primera Guerra Mundial (1914-18) y la consiguiente disgregación del Imperio Austro-Húngaro.
En 1929 pasó a la Universidad de Colonia, pero la ascensión de Hitler al poder le llevó a dejar Alemania (1933). Tras unos años enseñando en la Universidad de Ginebra, pasó a la de Praga (1936). Finalmente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-45) le decidió a abandonar Europa, refugiándose en los Estados Unidos (1940). Allí ejerció la docencia en la Universidad de Harvard, de donde pasó a enseñar Ciencia Política en la de Berkeley (1942).

Kelsen defendió una visión positivista que él llamó «teoría pura del Derecho»: un análisis formalista del Derecho como un fenómeno autónomo de consideraciones ideológicas o morales, del cual excluyó cualquier idea de «derecho natural». Analizando la estructura de los sistemas jurídicos llegó a la conclusión de que toda norma emana de una legalidad anterior, remitiendo su origen último a una «norma hipotética fundamental» que situó en el Derecho internacional; de ahí que defendiera la primacía del Derecho internacional sobre los ordenamientos nacionales.

Su concepción del Derecho como técnica para resolver los conflictos sociales le convierte en uno de los principales teóricos de la democracia del siglo xx. Entre sus obras destacan: De la esencia y valor de la democracia (1920), Teoría general del Estado (1925) y Teoría pura del Derecho (1935).

Saludos
Vlady