sábado, 9 de enero de 2010

La santidad femenina en el Islam

Michel Chodkiewicz


M. A. Taraghijah, 1996
Colección de Galería Moné

«Hallé en ella un maestro más digno de confianza en la ciencia de los santos y en la doctrina de salvación que en cualquier otra fuente llegada a mí, quitando las Sagradas Escrituras.»
Esta afirmación la hizo un clérigo cristiano acerca de una santa musulmana. El escritor era Jean-Pierre Camus, obispo de Belley, Francia, en defensa de la memoria de la santa Sufí, Rābi‘a al-‘Adawiyya, respondiendo a las críticas del jesuita Antoine Sirmond. Camus no escribió esta frase a la ligera; sabía lo que estaba diciendo, había dedicado el año anterior un trabajo de casi setecientas páginas a Rābi‘a, titulado Caritée, o un retrato de la caridad verdadera. «Caridad verdadera» era para él el puro Amor que contrastaba con la «expectación mercenaria» de aquellos que «prefieren el paraíso de Dios al Dios del paraíso». Aunque amigo y discípulo de San Francisco de Sales, Camus no es una autoridad inatacable. Fénelon,[1] quien poco después «canonizó» a Rābi‘a con igual fervor, es incluso más sospechoso. Sin embargo, el mismo Bossuet —aun siendo el adversario más feroz de la doctrina del puro Amor— no duda, en su Historia de Francia contada para su Alteza Real el Príncipe de la Corona, en pedir a su real discípulo que medite, como hizo su antecesor el rey Luis IX (San Luis), sobre el ejemplo de la gran santa de Basra.
Es, en efecto, a San Luis a quién debemos remontarnos al intentar entender la curiosa intromisión de una figura importante de la hagiografía islámica en el extenso debate teológico sobre el problema del amor de Dios, candente en la Francia de Luis XIII y Luis XIV. El mismo cronista de San Luis, Joinville, cuenta que un tal hermano Yves el Bretón, un dominico «que hablaba sarraceno», se había encontrado con una anciana mujer «que llevaba en su mano derecha un cuenco de fuego y en su mano izquierda un frasco de agua» (Joinville 1928, pp. 160-161). Al preguntarle qué iba a hacer con aquello, le contestó que quería incendiar el paraíso con el fuego y apagar el infierno con el agua, para que se pudiera amar a Dios por Él mismo y no por deseo de Su paraíso o por miedo a Su infierno. Esta historia está claramente en consonancia con la que cuenta, entre otros, Aflāki en su Manāqib al-‘ārifin (Aflāki 1978, pp. 310-311). Joinville sitúa la historia en Acre, en el siglo trece, y deja en el anonimato a la anciana. Sin embargo, así como el Padre P. Sirmond duda de la ortodoxia de «esta mujer desconocida», Camus, que reprocha al jesuita el «difamar tristemente a una santa mujer inocente», confía plenamente en que esta dama, a quien bautiza Caritée, es una buena cristiana. Más aún, persiste audazmente hasta desarrollar, sobre estas pocas líneas de Joinville, un sermón monumental, cuya lectura se puede obviar contemplando la portada grabada por Abraham Bosse que resume elocuentemente el tema.[2]
Unos anacronismos ingenuos y una anécdota sabrosa logran que una santa musulmana disfrazada llegue a conquistar corazones entre los infieles. El rostro luminoso de Rābi‘a al-‘Adawiyya, mártir del Amor Divino, valioso «testimonio del amor de Dios» —como la llama ‘Abd al-Rahmān Badawi en el título del trabajo que le dedica (Badawi 1962, passim)— ha ensombrecido de alguna manera, con su brillo, el aura de otras santas mujeres. Entre los estudiosos, parece que son las mujeres quienes exploran más frecuentemente esta faceta oculta de la espiritualidad islámica. Estoy pensando, por supuesto, en Margaret Smith, Annemarie Schimmel y, más recientemente, Sachiko Murata[3] y la libanesa Nelly Amri, quien ha traducido al francés los treinta y cinco apartados que Munawi ha dedicado a las mujeres en su Kawākib durriyya.[4]
Es tentador pensar que, si los estudiosos occidentales son reticentes en el tema de las mujeres santas en el Islam, esto se debe a una reticencia por parte de las mismas fuentes musulmanes. Esta no sería una explicación inverosímil, pero no es totalmente cierta. Antes de considerar el rango otorgado a las mujeres en el discurso sobre la santidad, sería conveniente, para proporcionar unas cuantas valoraciones cualitativas, referirse a una serie de textos representativos que indican el enfoque de la hagiografía musulmana. Abu Nu‘aym al-Isfahāni (f. 1038) dedica, en su célebre Hilyta al-awliyā‘ en seis volúmenes en la edición del Cairo, unas treinta páginas a las mujeres, y éstas se limitan a las mujeres sahabiyyāt que fueron contemporáneas del Profeta (Isfahāni 1932-1938, pp. 133-161). Por el Contrario, Ibn al-Ŷawzi (f. 1200) en su Sifat al-safwa es muy generoso, y les dedica unas doscientas reseñas, prácticamente un cuarto del total.[5] Algunas de estas reseñas son muy cortas y poco detalladas, o tratan de alguna sierva de Dios (‘ābida maŷhula) cuyo nombre no figura en el relato. (Más adelante trataré sobre la razón de este anonimato). Existe, sin embargo, en el Sifat al-safwa una intención deliberada, claramente expresada, de no dejar fuera a las mujeres, y Ibn al-Ŷawzi critica con rigor las omisiones de Abu Nu‘aym a este respecto.
Yāfi‘i (f. 1367) proporcionó una colección de quinientas anécdotas de santos, el Rawd al-rayāhin, de las cuales unas cincuenta y tres se refieren a mujeres, aunque puedo haber olvidado algunas. En la misma época, Shu‘ayb al-Harifish (f. 1398) ha dejado un trabajo similar, el Rawd al-fā‘iq, uno de cuyos capítulos trata de “información sobre mujeres” (ajbār al-niswa), que empieza con la afirmación —basada en los versículos coránicos 48,25 y 33,35— de que Dios «considera por igual a los hombres piadosos y a las mujeres piadosas, y nos damos cuenta de que asuntos tales como estados espirituales, renuncia, perfección y piedad se aplican por igual a mujeres que a hombres» (Harifish 1949).
En el siglo quince un damasceno, Abu Bakr al-Hisni (f. 1426), escribió un Ketāb siyar al-sālikāt al-mu‘mināt (Libro sobre los pasos de las buscadoras creyentes) que se refería solamente a mujeres, como indica su título. En el mismo siglo Ŷāmi (f. 1492) concluyó su Nafahāt al-uns con treinta y tres apartados sobre mujeres santas, bajo el significativo título: «Memoria de mujeres gnósticas (‘ārifāt) que han alcanzado las moradas de los hombres». Sha‘rāni (f. 1565) es incluso más lacónico. Su Tabaqāt kubrā habla sólo de hombres, excepto dos páginas que contienen dieciséis reseñas superficiales sobre mujeres. Respecto de las compilaciones regionales, tratan principalmente de la santidad masculina. Entre las doscientas setenta reseñas de su Tashawwuf ilā riŷāl al-tasawwuf (La esperanza de los hombres del sufismo), el marroquí del siglo trece Tādili dedica sólo cinco a las mujeres, tres de las cuales son además anónimas. Merece destacar, sin embargo, que una de las otras dos —Muya bint Maymun— es calificada como una de los ‘solitarios’ (afrād), aquellos que pertenecen al más alto rango en la jerarquía de las moradas de la santidad (walāya) (Tādili 1984, reseña nº 160, pp. 316-318). El título mismo de la obra, por supuesto, deja ya entender una orientación puramente masculina.
En el Tabaqāt al-jawāss el yemení Ahmad al-Sharŷi (f. 1488) cuenta las hazañas espirituales (manāqib) de doscientas ochenta personas, y en él están totalmente ausentes las mujeres. En el siglo diecinueve Muhammad Ŷa‘far al-Kattāni, recordando en su Salwat al-anfās a las personas rectas (sālihin) enterradas en Fez, menciona a unas treinta mujeres rectas (sālihāt), y se extiende incluso sobre las vidas de unas cuantas de ellas.[6]
Estos pocos ejemplos nos sirven para dar una visión razonablemente precisa de cómo está representada la santidad femenina en la hagiografía islámica. El espacio dedicado a las mujeres varía radicalmente, pero incluso en los casos más destacados —el más notable, el de Ibn al-Ŷawzi—, queda muy lejos del reservado a los hombres. Debemos decir que esta misoginia no es solamente un fenómeno islámico. Basta considerar la proporción entre hombres y mujeres en el conjunto de las canonizaciones realizadas por la Iglesia católica romana —hasta el momento: 82% frente a 18%.[7] Sin embargo, una investigación más profunda no debería limitarse al mero análisis estadístico de las fuentes literarias.
Si el registro de un nombre en el catálogo de los awliyā‘ es una forma de canonización en el Islam, hay otro factor importante: la opinión popular. Teniendo esto en cuenta, la lista de santas se alargaría indudablemente. Dejando a un lado a los miembros de la familia del Profeta —que precisaría un estudio en sí mismo, y debería incluir a personas como Sayyida Zaynab, Sayyida Nafisa, Fātima al-Nabawiyya—, hay otras muchas personas a las que los hagiógrafos han ignorado o han mencionado sólo de pasada, pero cuya intercesión busca multitud de gente, y que, por ello, merecen figurar en la lista de santas. Algunos ejemplos bien conocidos son Lallā Sitti, de Tlemcen, y Lallā ‘A‘isha al-Mannubiyya, de Túnez; pero son igualmente merecedoras de esta consideración incontables santas locales, veneradas en lugares recónditos.
Es algo prematuro, pienso, dar o incluso esbozar una tipología para las santas. Se puede, sin embargo, intentar una clasificación somera basada en una característica recurrente de los textos hagiográficos sobre estas mujeres: el hecho de que están inevitablemente asociadas a un hombre —un padre, un hermano, un hijo o un marido. Fātima Nayshāburiya es la esposa de Ahmad Jidruyya, y es en la reseña referida a su marido donde nos habla de ella Huŷwiri. No se la conoce, sin embargo, por un caso de simple santidad por asociación; por el contrario, fue ella, de hecho, quien eligió a su marido y no al revés. Zol Nun al-Misri la llama su profesora (ustāza). Bāyazid Bastāmi y Ŷunayd admiraban sus expresiones carismáticas y su experiencia en las moradas espirituales más elevadas.[8]


Mujer sufí en meditación, acompañada por su discípulo (s. XIV)


Aunque Rābi‘a al-Shāmiyya, a menudo confundida con Rābi‘a al-‘Adawiyya, era esposa de Ibn Abi Hawāri, no se la reconoce por este hecho en la hagiografía. Ibn Abi Hawāri, que era suficientemente importante por méritos propios, se dedicó, con una conmovedora veneración, a su esposa, cuya superioridad reconocía; y él fue quién pasó a la posteridad gracias a las virtudes y éxtasis de ella (Ibn al-Ŷawzi 1986, IV, p. 300).
Un ejemplo aún más notable es el de Hakim Tirmizi y su esposa, acerca de quienes tenemos un excepcional documento autobiográfico: el Buduw al-sha‘n de Tirmizi en su compendio Jatm al-awliyā‘ (Tirmizi 1965, pp. 14-32). En él podemos, efectivamente, observar algo que es, de hecho, un fenómeno de ósmosis espiritual, una situación que ciertamente no es única, pero que los cánones Islámicos dejan normalmente oculta. Este caso de santidad compartida puede ser mejor ilustrado con el ejemplo de la visión en el que la esposa de Tirmizi vio a un ángel trayéndole una rama de mirto, símbolo de inmortalidad. «¿Es para mí o para mi marido?», preguntó. «Es para los dos» contestó el ángel, «porque ambos estáis en la misma morada (maqām).» (ibid., p. 23)
La hagiografía cristiana ofrece un ejemplo comparable, el de Elzéar y Delphine de Sabran (Vauchez 1987, pp. 83-92). La diferencia está en que éstos eran, sin embargo, una pareja plenamente dedicada a una vida de absoluta castidad, mientras que Tirmizi y su esposa tenían hijos. Pero también en el Islam hay casos donde se observa la castidad conyugal. Ibn al-Ŷawzi relata un ejemplo involuntario, el de Muhammad ibn Shuŷa’ al-Sufi, cuya esposa afirmaba que no quería negar los derechos de su esposo, pero que, desde el día de su boda, se sumergía cada noche en oración hasta el amanecer. Avergonzado por su perfección, el marido desistió de sus derechos y decidió salir de viaje. Cuando volvió varios años después, descubrió que su mujer estaba más dedicada que nunca al ascetismo y la oración. Parece ser, aunque la historia no lo cuenta, que Muhammad ibn Shuŷa‘ se limitó a dar media vuelta y proseguir sus viajes (Ibn al-Ŷawzi 1986, pp. 332-333).
Además de esposas, también hubo madres. Entre ellas está Dabbiyya, madre de Ibn Jafif, el famoso maestro de Shiraz; Daylami nos cuenta que contempló las deslumbrantes teofanías de la Noche de Poder (Laylat al-qadr) (Schimmel 1978, p. 430).[9] Qarsum Bibi, madre de Farid al-Din Ganŷ-i Shakar, fue otra madre cuya piedad y poderes espirituales (karāmāt) llevaron a su hijo al camino de la santidad (Nizami 1955, p. 15; Rizvi 1983, I, p. 139).
En tercer lugar, tenemos las hermanas: la de Hallāŷ, que dejaba descubierta la mitad de su rostro, declarando: «En Bagdad, hay solamente medio hombre y ese es mi hermano. Si no fuera por él, descubriría completamente mi cara.»[10] Naŷm al-Din Rāzi Dāya cuenta esta anécdota sin especificar el contexto (Rāzi Dāya 1982, p. 141). Según Massignon, debió de pronunciar estas palabras mientras se hallaba ante el patíbulo de Hallāj (Massignon, 1975, I, p. 645).
Otro buen ejemplo de santa es el de la hermana mayor de Dāra Shikuh, a quién trató en vano de proteger contra la cruel intolerancia de su hermano, el emperador Aurangzeb. Era discípula, y fue además biógrafa, del maestro de la orden Qādiri, Mullā Shāh, que profesaba la doctrina de la Unidad del Ser (wahdat al-woŷud). Después de la muerte de Dāra Shikuh, vivió a la sombra de su otro hermano, el terrible Aurangzeb, y mantuvo un lugar legítimo en los puestos de la awliyā‘ (Rizvi 1983, II, pp. 117-118; 122-225; 480-481).
El Salwat al-anfās menciona el extraordinario ejemplo de un conjunto de santas hermanas en Fez en el siglo XVII: las tres hermanas, Ruqayya, ‘Āisha y Safiyya, hijas de Sidi Muhammad ibn ‘Abdallāh al-Andalusi, que fueron guiadas por su hermano Ahmad hacia la iluminación (fath). Ruqayya fue especialmente famosa por las revelaciones sobrenaturales con las que fue honrada (al-Kattāni 1898, II, p. 284). Lo que estos ejemplos —con otros muchos más— indican, es que no hay nada más equivocado que ver en todas estas mujeres un pálido reflejo de los hombres a los que sus nombres van asociados en la hagiografía. Su santidad no es derivada, y la inexactitud de ciertos biógrafos no nos priva de percibir en sus oscuras vidas los modos de realización espiritual que son exclusivamente suyos.
El hecho de que las mujeres en las sociedades musulmanas tiendan a llevar una vida más o menos recluida —dependiendo del período y del lugar— puede servir de explicación de porqué eminentes santas femeninas han escapado a la atención de los hagiógrafos. No obstante, hay que señalar que muchos jurisprudentes (fuqahā) y muchos sufíes han manifestado, a veces, actitudes que calificaríamos hoy en día de “sexistas”. La asombrosa pregunta: «¿Podrán las mujeres, como los hombres, tener acceso a visiones beatíficas en el paraíso?», ha sido debatida con vigor. Suyuti, que es partidario de una respuesta afirmativa, previene, sin embargo, en uno de sus decretos (fatwās), del hecho de que existe una diferencia de opinión (ijtilāf) sobre este asunto. Unos sostienen que las mujeres no podrán ver a Dios, porque estarán retiradas en pabellones paradisíacos (mawsurāt fi al-jiyām), mientras otros mantienen que el privilegio de la visión se les concederá solamente con ocasión de grandes celebraciones (Suyuti 1959, p. 348). Medio siglo después, una fatwā de Ibn Hāŷar al-Haytami nos revela que la controversia continúa todavía en el mismo punto (Ibn al-Haytami 1970, pp. 216 y 218).
‘Abd al-‘Aziz al-Dabbāq admite que se encuentran en el paraíso algunas mujeres, pero se apresura a añadir que su número es pequeño (adaduhunna qalil) (Mubārak 1984, II, p. 16). La conexión de las mujeres a una cadena de transmisión espiritual mediante el compromiso iniciático (mubāya‘a) es asimismo objeto de disputa, aunque esta práctica parece estar muy difundida. Qushāshi (f. 1661) le concede implícitamente legitimidad al recordar las prevenciones particulares observadas por el Profeta cuando estableció en Hudaybiyya el compromiso con las mujeres creyentes (mu‘mināt),[11] reglas a las que se debe atener un maestro cuando inicia a una mujer (Qushāshi 1327h, pp. 50-54).
Por otro lado, Sharāni contempla la relación maestro-discípula como una ocasión para que tengan lugar comportamientos contrarios a los principios morales (Sharāni 1962, I, p. 76). Posiciones cautelosas como éstas aparecen a menudo en las plumas de autores sufíes, y algunos eminentes maestros que aceptaron discípulas (muridāt) fueron vehementemente denunciados. Algunos tuvieron que recurrir a los actos carismáticos (karāmat) espectaculares para disculparse. Nābulusi informa de uno de ellos, el sheij Muhammad al-Qarmi, quién, al confrontarse a una acusación de esta naturaleza, apareció ante su acusador llevando una caja que contenía nieve y algodón ardiendo y donde, estando ambos juntos, milagrosamente, ni el fuego derretía la nieve, ni la nieve extinguía el fuego. De este modo demostraba simbólicamente como hombres y mujeres pueden reunirse en su zāwiya sin riesgo (Nābulusi 1990, p. 183).
Un milagro de la misma naturaleza se le atribuye a Ahmad Rifā‘i (‘Aydarus 1976, p. 35), así como a Ahmad Yasawi, ambos fundadores de órdenes sufíes. Debido, sin duda, a haber tenido pocas oportunidades de observar directamente estos fenómenos sobrenaturales, los portavoces oficiales del sufismo egipcio mantienen siempre la posición más restrictiva. Valerie Hoffman-Ladd relata, en un libro pendiente de publicación, como, al hacer unas entrevistas a miembros del Consejo Supremo sufí (al-maŷlis al-sufi al-a‘lā), le comunicaron que no había mujeres en las Órdenes (turuq). Debemos decir, sin embargo, que esta premisa no refleja de ninguna manera la situación actual.


Un hombre y una mujer sufíes visitan a dos mujeres sufíes (s. XIV, periodo Moqol)


Cualquier historiador de las sociedades musulmanas puede citar en cualquier época, polémicas en otras áreas en las que se han dado puntos de vista similares, de una manera u otra, en los que se manifiesta la misma reticencia. Parece pues que las mujeres hayan sido a priori y sistemáticamente relegadas a la marginalidad del mundo de la santidad, cuando no totalmente excluidas. Por extendida que esté esta actitud —aunque no es universal— la cuestión que debemos analizar aquí es si está, de hecho, arraigada en la doctrina. Al comienzo del capítulo sobre Rābi‘a al-‘Adawiyya en el Tazkirat al-awliyā‘, Farid al-Din ‘Attār apunta que Dios invitará a entrar en el paraíso a los elegidos con estas palabras: ¡Yā riŷāl! (¡Oh hombres!), pero que será María, la madre de Jesús, la primera en entrar en respuesta a esta invitación.
De hecho, el rango excepcional que el Qorán y los hadiths confieren a María nos lleva a considerar que el acceso de las mujeres a los más altos niveles de la vida espiritual, es una posibilidad basada en las escrituras. No solamente Dios ha elegido a María —istafāki (Te he elegido a ti)— sino que la ha elegido «entre todas las mujeres del universo» (Qo 3,42), una fórmula que se corresponde casi con la evangélica benedicta tu in mulieribus (Bendita tú eres entre las mujeres). El hecho de que naciera inmaculada, como su hijo, lo atestiguó el mismo Profeta (Bujāri, Sahih, (anbiyā), 44; Ibn Hanbal, Musnad, III, 64, 80, 135, et al.). Una reivindicación similar se ha hecho para la esposa del Faraón, Āsiya, así como, en ciertas tradiciones, para Jadiŷa y Fātima.
Si a María se la ve como siddiqa (veracísima, el ejemplo más alto de santidad)[12], Ibn Hazm va más allá, atribuyéndole también la nubuwwa (condición profética), (Ibn Hazm 1320 h, IV, p. 132 y V, p. 19), y lo mismo hace Quhtubi (1936, III, p. 83). Aunque, a decir verdad, esta postura es relativamente excepcional, muchos aprobarían, sin llegar a ser tan categóricos, la reivindicación de Ibn Hazm. Por tanto, si la condición profética es accesible a una mujer, aun cuando hubiera sido María la única en conseguirla, el sexo femenino no puede, con mayor motivo, constituir un obstáculo para conseguir la santidad (walāya).
En esta área, como en otras muchas, es a Ibn ‘Arabi (f. 1240) a quien nos debemos referir para formular una doctrina coherente. Masculinidad y feminidad, declara en su ‘Uglat al-mustafid, son meros accidentes (innamā humā aradatān) y no pertenecen a la esencia de la naturaleza humana (al-insāniyya) que es una (Ibn ‘Arabi 1919, p. 46). En el capítulo del Futuhāt en el que trata de la peregrinación, escribe en referencia al versículo 2,228 (wa li l-riŷāl ‘alayhinna daraŷa): «El hecho de que el nivel de la mujer sea inferior al del hombre no tiene nada que ver con la obtención de la perfección, porque el nivel al que se alude [en este versículo] es el de ‘llegar al ser’ (iŷād); esto es, la mujer, de hecho, ha “llegado al ser” separada del hombre. Ahora bien, la relación de Adán con aquello de lo que fue creado, la tierra, es la misma que la de Eva con respecto a Adán, y (aun) esta relación con la tierra no impide en ningún modo la perfección que tiene confirmada.» (Ibn ‘Arabi 1329h., I, p. 708; cf. también IB, p. 494)
Ibn ‘Arabi prosigue su tesis ilustrando cómo las mujeres pueden ser asl fi l-tashri (creador de precedente legal) como lo demuestra el ejemplo de Hāŷar cuyas idas y venidas entre Safā y Marwa constituyen un acto fundacional, ya que uno de los ritos de la peregrinación (haŷŷ) está inspirado en él. Con la misma intención, comenta en otro lugar que en ciertas circunstancias (en materia de parentesco y en el caso de la demora de viudedad ,‘idda —la espera después de enviudar o de divorciar—, el testimonio de una mujer vale por el de dos hombres. (Ibn ‘Arabi 1329h, III, p. 89)
Debe considerarse, adicionalmente, otro fragmento que trata de un problema jurídico –el de las oraciones rituales–, pues es especialmente importante. La cuestión planteada es la de saber si una mujer puede dirigir las oraciones. Esta es la respuesta de Ibn ‘Arabi: «Algunos mantienen que el imanato de una mujer es absolutamente lícito, tanto ante hombres como ante mujeres, y yo comparto esta opinión. Otros sólo lo juzgan lícito ante mujeres, sin que haya hombres presentes. El Profeta afirmó la perfección de ciertas mujeres como lo hizo de la de ciertos hombres, aunque fuera mayor el número de estos últimos que la alcanzaron. Se puede considerar esta perfección como nubuwwa o como imanato. Consecuentemente, el imanato de una mujer es válido, y no se debe hacer caso a quien se oponga a ello sin pruebas» (ibid., I, p. 447).
Al declarar el Profeta ‘perfecta’ a María, vemos que Ibn ‘Arabi deduce lógicamente que esto implica su nubuwwa, como lo había hecho Ibn Hazm antes que él. Sin embargo, dado que no existe un texto claro (nass), una prueba escritural definitiva, no intenta atribuir la condición profética a ninguna mujer en particular; si bien su postura sobre la capacidad de las mujeres para alcanzar la condición profética es reafirmada, sin ambigüedad, en muchos otros textos, particularmente en el capítulo 324 de la Futuhāt, cuyo sólo título ya es una indicación clara: «Sobre el conocimiento del ámbito espiritual (manzil) que abarca a hombres y mujeres». Esto le lleva a la idea de kamāl (perfección), en la cual están implicados todos los seres humanos sin distinción de sexo, que tiene como resultado que la nubuwwa es accesible a las mujeres, siendo tan sólo la risāla (la función de enviado), la que es exclusiva de los hombres. (ibid., III, pp. 88-89; para distinguir entre nubuwwa y risāla cf. ibid., II, p.5)
En la página siguiente, escribe: «Todas las moradas, todos los niveles, todos los atributos pueden pertenecer a quien Dios desee, tanto a mujeres como a hombres para quienes Dios lo pueda desear», y más adelante: «[Hombres y mujeres] comparten todos los niveles, incluyendo el de Polo» (yashtarikān fi ŷami‘ al-marātib hattā fi l-qutbiyya). Fórmulas parecidas salidas de la pluma de Ibn ‘Arabi son demasiado numerosas para recordarlas todas. Hablando del «hombre perfecto» (insān al-kāmil) en el Ketāb al-tarāŷim, se apresura a añadir «que puede ser un hombre o una mujer». (Ibn ‘Arabi 1947, p. 1)
Comentando el verso 37 de la sura Nuh, donde se nombra a aquellos hombres (riŷāl) cuyos asuntos cotidianos no distraen de la invocación de Dios, Ibn ‘Arabi especifica que riŷāl no se refiere solamente al género masculino sino que agrupa a hombres y mujeres (Ibn ‘Arabi 1329h., I, p. 541). Para Ibn ‘Arabi la ruŷuliyya no está unida a la masculinidad biológica, sino más bien, expresa la plenitud de la perfección humana que es sexualmente indiferenciable. Hay mujeres que son riŷāl y hombres que no lo son. (ibid., I, p. 679)
La lectura del capítulo 73 del Futuhāt es particularmente instructiva. Dedica una amplia sección a la descripción de cuarenta y nueve tipos de santidad.[13] «En cada una de las categorías de las que estamos hablando,» dice Ibn ‘Arabi, «hay hombres y mujeres» (ibid., II, p. 26), y en otro lugar: «No existe calificación espiritual conferida a los hombres que sea negada a las mujeres» (ibid., II, p. 5). A lo largo de toda esta sección la especificación min al-riŷāl wa l-nisā‘ (incluidos tanto hombres como mujeres) se repite como un estribillo tras el nombre de cada categoría tratada. Ibn ‘Arabi utiliza, para identificar ambos tipos de santidad, los términos presentes en el versículo 5 de la sura al-Ahzāb, en el que aparecen en parejas masculino/femenino: al-muslimin wa l-muslimāt, al-mu‘minin wa l-mu‘mināt, etc. En este emparejamiento de hombres y mujeres en cada categoría, Ibn ‘Arabi señala que la Palabra Divina afirma que los caminos de perfección están abiertos en la misma medida a hombres y a mujeres. En su Rawd al-fā‘iq, al-Harifish nos señala este mismo argumento procedente de las escrituras.
Varios hechos prueban que este punto de vista no es meramente teórico en Ibn ‘Arabi. En primer lugar, está el tratamiento que da, en su comentario sobre el Tarŷumān al-ashwāq, de su encuentro en La Meca con Nizām, la joven persa que le inspiró esta colección de poemas («Cada vez que menciono un nombre,» dice, «es a ella a quién nombro, cada vez que me viene a la mente una morada , es su morada la que tengo en mente» (Ibn ‘Arabi 1961, pp. 7-12); y en segundo lugar, en el Ruh al-quds, menciona a dos mujeres a las que incluye entre sus maestros espirituales, Shams Umm al-Fuqarā y Fātima bint Abi al-Muthannā. (Ibn ‘Arabi 1964, pp. 84-85)
Claude Addas, en su biografía de Ibn ‘Arabi (Addas 1993, p. 145), señala una serie de poemas de su Diwān (Ibn ‘Arabi 1855, pp. 53-60) que relatan la entrega de la jerqa otorgada por Ibn ‘Arabi a quince de sus discípulos, catorce de los cuales eran mujeres. Debemos recordar que para él, como explica en su Ketāb nasab al-jerqa (Ibn ‘Arabi 1507, pp. 87-98b), [14] esta entrega es un rito y no una simple forma de bendición. Implica la transmisión práctica de estados y de conocimientos espirituales al discípulo. Por eso no nos debemos asombrar al leer en el Diwān, refiriéndose a una de las mujeres que había recibido la jerqa: «La he llevado a las moradas espirituales de los hombres» (maqāmāt al-reŷāl) (Ibn ‘Arabi 1855, p. 55). Aquí, por supuesto, la palabra reŷāl debe entenderse en el sentido que le da el Sheyj al-Akbar.
Cada uno de dichos poemas requiere una exégesis laboriosa. Me limitaré a dos puntos muy significativos. Uno de los poemas (ibid., p. 56) alude a una teofanía, y especifica que es bajo forma de mujer (be surate mir‘āte ‘inda al-taŷalli) como se le aparece Dios en ese momento. Aunque no nombra a esta mujer, el contexto sugiere que también aquí se refiere a Nizām. Esta teofanía bajo forma femenina no sorprenderá a nadie que haya leído el Fusus, en el que Ibn ‘Arabi declara que «la contemplación de Dios (shohud al–Haqq) en una mujer es [para un hombre] la más completa y perfecta» (Ibn ‘Arabi 1946, p. 217). En este contexto, sería bueno, sin embargo, resaltar la correspondencia exacta entre la doctrina y la experiencia espiritual. Ibn ‘Arabi no es simplemente, como algunos le consideran, un «erudito en esoterismo».
Un segundo poema merece atención por la luz que arroja, tal como yo lo veo, sobre la forma más completa de santidad femenina en el Islam. En la mayor parte de los pasajes de sus obras que tratan del rango espiritual de las mujeres, Ibn ‘Arabi menciona constantemente el nombre de María, refiriéndose a los hadiths que afirman su perfección. Este poema (ibid., p. 53) me parece sugerir que no es sólo la prudencia la que le lleva a apoyarse tan a menudo en la autoridad escritural, citando repetidamente el rango eminente de la madre de Jesús. En el primer verso, Ibn ‘Arabi nombra a una de las discípulas (moridāt) a quién ha iniciado, y escribe, «He revestido a Safiyya con el manto de los pobres» (jerqat al-foqarā‘). No conocemos nada de la identidad de esta Safiyya, pero lo que viene a continuación en el poema nos habla de su rango espiritual:

Los espíritus van a ella, en su santuario,
porque es la Purísima, la hermana de la Virgen.

El tema de María está claramente señalado tres veces en este poema. Primero, la palabra mehrāb (santuario), que se hace eco del versículo 37 de la sura Āl Emrān. El acercamiento de los espíritus angélicos a Safiyya en el poema, se corresponde con la comida celestial que María recibía durante su retiro en el templo. El segundo verso de esta estrofa es aún más explícito, al establecer una relación de hermanas entre Saffiya y la madre de Jesús, pues introduce sucesivamente los términos batul y ‘azrā, designaciones ambas tradicionales de la Virgen María.[15] El uso de esta terminología está inducida, en cierta medida, por el propio nombre Safiyya (la pura), si bien contemplar este tema como un mero juego de palabras sería naturalmente injusto con Ibn ‘Arabi, sobretodo teniendo en cuenta que la relación entre el nombre y la persona que lo lleva no se considera meramente fortuito en el pensamiento islámico tradicional. Los otros versos de este corto poema, notablemente el tercero, dan un testimonio aún mayor de la santidad eminente de Safiyya, quien «ha realizado todos los Nombres divinos» (tajallaqa bi ŷawāme‘ al-asmā).
Llevaría tiempo analizar la repetición del tema de María en los trabajos de Ibn ‘Arabi y su relación con la cristología de Ibn ‘Arabi. Merece comentarse una frase lacónica en el Futuhāt, en especial, en la cual Ibn ‘Arabi describe su propia investidura como «sello de la santidad muhammadiana» en el «centro espiritual supremo». El sello [de la santidad universal], o sea Jesús, se presenta ahí «informando [al Profeta] sobre la cuestión de la mujer» (Ibn‘Arabi 1329h., I, p. 1).[16] Otro de los muchos puntos en el Diwān que merecen ser cuidadosamente descifrados es un poema muy curioso, cuya estructura, vocabulario y ritmo revelan que es un contrapunto poético a la sura Maryam. (Ibn ‘Arabi 1855, pp. 394-395)
Basta, sin embargo, recordar el tipo de santidad que Ibn ‘Arabi señala una y otra vez como el más elevado para comprender que, en el caso de las mujeres, el prototipo es María. De todas las formas de walāya, según Ibn ‘Arabi, la más perfecta es la de la malāmiyya, la de aquellos que permanecen ocultos en «las tiendas del misterio» (surādiqāt al-qayb), más allá del alcance de las criaturas, con sus corazones «sellados» por Dios de tal forma que solo Él puede penetrar en ellos.[17]
Todos los rasgos de los malāmi se encuentran en la figura de María, tal como se la representa en la literatura islámica, basada en el Qorán. A María se la presenta en términos paralelos a los usados en los Evangelios. Por ejemplo, ‘ābida es el equivalente de ancilla Domini (sierva del Señor), y señala una sumisión total a la voluntad Divina. «Lo que se le pidió a María», escribe Hakim Tirmizi, «fue la invocación interior y que dirigiera su corazón hacia Dios, colocándose a la sombra de Dios» (Tirmizi 1293h., p. 95) —asombroso eco de Lucas 1,35: virtus Altissimi obumbrabit tibi (El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra). Comentando los versículos del Qorán 3,45-47 sobre la Anunciación, Hakim Tirmizi destaca la obediencia serena de María, que, al contrario de Zacarías, no busca confirmación del mensaje que establece su destino: sakatat wa l-tma‘annat (Se mantuvo en silencio y tranquila... y no pidió señal alguna en prueba de lo que se le había anunciado). (Tirmizi 1965, p. 339; (edición Radtke ) 1992, p. 88)
Volvamos a Ibn ‘Arabi y a lo que dice de la malāmiyya: «Se han aislado con Dios y, firmemente instalados en ese estado, no salen nunca del estado de devoción, ni siquiera el tiempo de un parpadeo. No sienten la sensación de dominio (riyāsa) [sobre nadie], debido al dominio que el Señor ejerce sobre ellos, y al que humildemente se someten. Dios les ha enseñado lo que cada situación reclama de ellos en términos de actos y de estados, y en cada situación se comportan de acuerdo con lo que les es requerido. Están ocultos a las criaturas, escondidos de su vista tras el velo de la condición común... Están en continua contemplación de su Señor, tanto si comen como si beben, si están despiertos como dormidos, y es a Él solo a quién se dirigen, aun estando con los demás.» (Ibn ‘Arabi 1329h., III, p. 35)
El resto del texto proyecta luz, no sólo sobre la significación que el tema de María puede tener en las hagiografías, sino que proporciona también la clave del personaje de la ‘ābida maŷhula (devota anónima) tan frecuente en las hagiografías. El malāmi es el sanctus absconditus (santo oculto en el contexto cristiano). La ‘ābida maŷhula es abscondita por excelencia: como mujer, y porque ha perdido incluso su nombre.
Ibn al-Ŷawzi se afana en incluir a estas mujeres anónimas en capítulos sucesivos del Sifat al-safwa, cada uno de los cuales trata de una ciudad o de una región del mundo musulmán. Así, en Jerusalem, se nos habla de la existencia de una docena de estas mustafiyyāt min al-maŷhulāt al-asmā‘ (mujeres anónimas benditas) que se dedican a la oración perpetua en la mezquita (Ibn al-Ŷawzi 1986, IV, p. 251). Entre las reseñas que Yāfi‘i ha reunido en su obra anteriormente citada, aparece una anécdota de dudosa autenticidad (Yāfi‘i 1955, p. 185).[18] Bien sea un testimonio objetivo o una parábola piadosa, representa en cualquier caso una descripción ejemplar, no sólo de la santidad femenina, sino de la santidad en general, tal como la describía en sus formas más elevadas Ibn ‘Arabi bajo los rasgos de aquellas malāmiyya que no se apartaban jamás del estado de la servidumbre (‘ubudiyya).
Cuenta Yāfi‘i el caso de un hombre piadoso que vivía en Kufa en el primer siglo de la Hégira, un tal Rabi‘ ibn Jaytham.[19] En una visión durante un sueño, se le informó que tendría una esposa en el paraíso llamada Maymuna l-Sawdā‘. Al despertarse, fue en su busca y la encontró cuidando un rebaño de ovejas. La estuvo observando durante tres días, curioso por conocer qué cualidades hacían merecedora a esta esclava negra de ser contada ya entre las elegidas. Muy sorprendido, vio que Maymuna se limitaba a realizar las oraciones obligatorias, sin hacer nada más. Rabi‘, cuya piedad era más exigente, estaba asombrado. Finalmente, le preguntó: «¿No haces nada más que lo que te he estado viendo hacer?», «No,» respondió ella, «excepto que no deseo cosa alguna, ni a la mañana ni a la tarde, me encuentre en el estado en que me encuentre, y estoy satisfecha con lo que Dios me ha reservado». A Rabi‘ ibn Jaytham le gustó esta respuesta. Puede ser esta la definición de la santidad en su grado más elevado, la de las «almas simples y anonadadas».[20]


Referencias:

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—Ŷāmi. 1919. Nafahāt al-uns. Teheran.



Notas


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[1]. Fénelon (1651-1715), arzobispo de Cambrai, defendía a los místicos contraponiéndose a Bossuet, obispo de Meaux. Su Explicación de las máximas de los santos fue condenada por el Papa en 1699.
[2]. Sobre la posición que varios escritores cristianos atribuyen a Rābi‘a en la disputa sobre el Amor Puro, ver Henri Brémond (1916), vol.1, pp.183-185, y Brémond (1932), pp.25-48. Brémond, en la línea de los autores que cita, no identifica a Rābi‘a ni tiene idea de que se trate de una santa musulmana.
[3]. Ver Murata (1991). La hagiografía de las mujeres ocupa solamente una pequeña parte de este trabajo, que trata de otros asuntos.
[4]. Amri, N. & L. (1992). Anotar también un interesante artículo de Valerie Hoffman-Ladd (1992), pp. 82-93.
[5]. El número total de reseñas es de 1031.
[6]. Cf. Tesis de Fawzi Skali (1990). Capítulo 2.
[7]. Ver la reseña presentada por P. Delooz (1979).
[8]. Sobre Fātima Nayshāburiyya ver Hujwiri (1911), p. 120; Sha‘rani (1974), I, p. 66.
[9]. Daylami, Sirat-e Ibn al-Jafif. Cf. Massignon (1975), I, pp. 552-56.
[10]. ¿Podría considerarse esta referencia «medio hombre» como una alusión al tema en torno a Hallāŷ de nāsut respecto a lāhut? Se cuenta una historia similar de un santo de Cachemira. Schimmel (1980), p. 44.
[11]. En el compromiso de Hudaybiyya, las mujeres, al contrario de los hombres, no colocaban su mano en la del Profeta, sino en una vasija en la cual el Profeta tenía introducida su mano derecha.
[12]. Esta es la postura de ‘Abd al-‘Aziz al-Dabbāq . Mubārak (1984) I, pp. 396-397.
[13]. La sección que trata estos 49 tipos de santidad está entre las páginas 16 y 39.
[14]. La edición del Ketāb nasab al-jerqa publicada en el Cairo en 1986 se basa en un manuscrito mutilado. Debemos referirnos aquí a MS. Esab Efendi (1507), ff. 87-98b.
[15]. En las traducciones del Nuevo Testamento usadas por los cristianos árabes figura la palabra ‘azrā‘ que se emplea para designar a la Virgen, por ejemplo, en la Anunciación (Lucas 1,26).
[16]. Hay una traducción francesa de este texto por Michel Vâlsan (1953), nº 311. Sobre la relación especial que Ibn ‘Arabi tenía con Jesús y su significado, ver C. Addas (1993), index s.v. Jesús; M. Chodkiewicz (1993), index s.v. Jesús. También debemos ciertamente referirnos a Apocalipsis 12, 1-6.
[17]. Sobre la malāmiyya en la doctrina de Ibn ‘Arabi, ver M. Chodkiewicz (1993), pp. 48-50 y 88-89.
[18]. (Hikāya nº 146) es similar al nº 27, p. 70.
[19]. Ibn al-Ŷawzi le dedica un artículo en el Sifat al-safwa, III, p. 59.
[20]. Esta última nota es un homenaje a Marguerite Porète —quemada viva en la Plaza de Grève, en París, el 1 de junio de 1310— la cual, bajo un pseudónimo, podría haber llegado a tierras del Islam, como lo hizo Rābi‘a/Caritée a tierras de la cristiandad. La primera versión en francés moderno de su Miroir des âmes simples et anéanties (Espejo de las almas simples y anonadadas) fue publicada en París en 1984 por Max Huot de Longchamp, y la segunda, en Grenoble en 1991, por C. Louis-Combet.

¡Diles que no me maten!


Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

EXPLICACIÓN DE LA TABLA DE ESMERALDA



Por Hortulano

PREFACIO

Alabanza, honor y gloria os sean dadas por siempre, ¡Oh, Señor Dios Todopoderoso! Con vuestro querido Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, verdadero Dios y único Hombre Perfecto, y con el Santo Espíritu Consolador, Trinidad santa, que es el único Dios. Os doy gracias porque habiendo conocido las cosas pasajeras de éste mundo, enemigo nuestro, me habéis retirado de él por vuestra misericordia, para que yo no fuera pervertido por sus voluptuosidades engañosas. Y como veo a muchos que trabajan en éste arte, no seguir el recto camino, os suplico, mi Señor y mi Dios, que os plazca el que yo pueda desviar del error, por la ciencia que me habéis dado, a todos mis queridos y bienamados, a fin de que, conociendo la verdad, puedan alabar vuestro santo Nombre, que sea eternamente bendito. Así pues, yo, Hortulano, -es decir, Jardinero-, llamado así a causa de los jardines marítimos, indigno como soy de ser llamado discípulo de la Filosofía, movido por la amistad que debo a mis amados, he querido poner por escrito la declaración y explicación cierta de las palabras de Hermes, padre de los Filósofos, aunque sean oscuras, y declarar sinceramente toda la práctica de la verdadera obra. Ciertamente, de nada sirve que los Filósofos quieran esconder la ciencia en sus escritos cuando está operando la doctrina del Espíritu Santo.



CAPITULO I

El arte de Alquimia es cierto y verdadero

El Filósofo dice: Es verdad, refiriéndose a que el arte de Alquimia nos ha sido dado. Sin mentira, dice esto para convencer a quienes dicen que la ciencia es mentirosa, es decir, falsa. Cierto, es decir, experimentado, pues todo lo que ha sido experimentado es muy cierto. Y muy verdadero, pues el muy verdadero Sol es procreado por el arte. Dice muy verdadero en modo superlativo, porque el Sol engendrado por éste arte sobrepasa a todo Sol natural en todas sus propiedades, tanto medicinales como de las otras.

CAPITULO II

La piedra ha de dividirse en dos partes.

A continuación, trata de la operación de la piedra, diciendo que lo que está abajo es como lo que está arriba. Dice esto porque, por el Magisterio, la piedra se divide en dos partes principales: la parte superior, que sube hacia arriba y la parte inferior, que permanece abajo, fija y clara. Y sin embargo, éstas dos partes concuerdan en virtud, por eso dice: y lo que está arriba es como lo que está abajo. Ciertamente, ésta división es necesaria. Para hacer los milagros de una sola cosa, es decir, de la piedra, pues la parte inferior es la tierra, que es la nodriza y el fermento, y la parte superior es el alma, que vivifica toda la piedra y la resucita. Por eso, una vez realizadas la separación y la conjunción, aparecen numerosos milagros en la Obra secreta de la Naturaleza.

CAPITULO III

La piedra posee en sí misma los cuatro elementos.

Y del mismo modo que todas las cosas han sido y han venido de uno por mediación de uno. Aquí da un ejemplo, al decir que todas las cosas han sido y han venido de uno, es decir, de un globo confuso, o de una masa confusa, por mediación, es decir, por el pensamiento y la creación de uno, o sea, de Dios todopoderoso. Así, todas las cosas han nacido, es decir, han salido, de esta cosa única, es decir, de una masa confusa, por adaptación, es decir, por el único mandato y milagro de Dios. Así, nuestra piedra nace y surge de una masa confusa, que contiene en sí todos los elementos y que ha sido creada por Dios, y por su milagro nuestra piedra sale de allí y nace.

CAPITULO IV

La piedra tiene padre y madre, que son el Sol y la Luna.

Del mismo modo que vemos a un animal engendrar naturalmente otros animales parecidos a él, así el Sol engendra artificialmente al Sol por virtud de la multiplicación de la piedra, por eso continúa: el Sol es su padre, es decir, el Oro de los Filósofos. Y dado que en todas las generaciones naturales ha de haber un lugar propio para recibir las simientes con cierta conformidad de parecido entre sus partes, así también es preciso que en ésta generación artificial de la piedra, el Sol tenga una materia que sea como una matriz adecuada para recibir su esperma y su tintura. Y esto es la Plata de los Filósofos, por eso continúa diciendo: la Luna es su madre.

CAPITULO V

La conjunción de las partes es la concepción y la generación de la piedra

Cuando ambos se reciben el uno al otro en la conjunción de la piedra, la piedra es engendrada en el seno del viento, y eso es lo que dice después: El viento la ha llevado en su seno. Se sabe que el viento es el aire, y el aire es vida, y la vida es el alma, que, como ya he dicho antes, vivifica toda la piedra. Así pues, es necesario que el viento traiga toda la piedra y la transporte, y que engendre el Magisterio. De ello se infiere que deba recibir el alimento de su nodriza, es decir, de la tierra. Dice el Filósofo: la tierra es su nodriza; Pues al igual que el niño sin el alimento que recibe de su nodriza no crecería jamás, así también nuestra piedra jamás llegaría a existir sin la fermentación de la tierra, y el fermento se llama alimento. De éste modo, por conjunción del padre con la madre se engendra la cosa, es decir, los hijos semejantes a los padres, que, si son sometidos a una larga decocción se harán semejantes a la madre y tendrán el peso del padre.

CAPITULO VI

La piedra es perfecta si el Alma se fija al cuerpo

Después continúa: el padre de todo, el Thelesma de todo el mundo está aquí. Es decir, que en la obra de la piedra hay una vía final. Y notad que el Filósofo llama a la operación el padre de todo, el Thelesma, es decir, de todo el secreto o tesoro de todo el mundo, es decir, de toda la piedra que se haya podido encontrar en éste mundo. Está aquí, como si dijera: aquí te lo muestro. Pues el Filósofo dice: ¿Quieres que te muestre cuando está acabada y perfecta la fuerza de la piedra? será cuando se haya transformado y convertido en su tierra, por eso dice: su fuerza y potencia serán completas, es decir, perfectas y completas, si se convierte y transforma en tierra. Es decir, si el alma de la piedra (de la que antes se ha hecho mención, diciendo que el alma es llamada viento y aire y que en ella está toda la vida y la fuerza de la piedra) se transforma en tierra de la piedra y se fija, de tal manera que toda la sustancia de la piedra esté de tal modo unida a su nodriza, (que es la tierra) que toda la piedra se transforme en fermento, y de igual modo que cuando se hace pan un poco de levadura nutre y fermenta una gran cantidad de masa, cambiando así toda la sustancia de la pasta en fermento, de la misma manera el Filósofo indica que nuestra piedra ha de ser fermentada, de manera que sirva de fermento para su propia multiplicación .

CAPITULO VII

La mondación de la piedra.

A continuación enseña como ha de multiplicarse la piedra. Pero antes hace referencia a la mondación de la piedra y a la separación de sus partes diciendo: separarás la tierra del fuego, lo sutil de lo espeso, suavemente y con gran industria. Suavemente, es decir, poco a poco y sin violencia, antes bien, con espíritu e industria, es decir, por medio del excremento o estercolero filosofal. Separarás, es decir, disolverás, pues la disolución es la separación de las partes. La tierra del fuego, lo sutil de lo espeso, es decir, la suciedad y la inmundicia del fuego, del aire, del agua y de toda la sustancia de la piedra, de modo que permanezca en su totalidad sin mancha alguna.

CAPITULO VIII

La parte no fija de la piedra ha de separar a la parte fija y elevarla

Así preparada, la piedra ya puede ser multiplicada. Por eso aquí pone la multiplicación, y habla de la fácil licuefacción o fusión de ésta por aquella virtud que tiene de ser penetrante en los cuerpos duros y blandos, diciendo: Subirá de la tierra al cielo y de nuevo bajará a la tierra. Aquí hay que indicar que, aunque nuestra piedra, durante su primera operación, se divida en cuatro partes que son los cuatro elementos, hay en ella dos partes principales, (como antes se ha dicho): una que sube hacia arriba llamada parte no fija, o volátil, y otra que permanece fija abajo, que se llama tierra o fermento, como ya se ha dicho. Pero hay que tener una gran cantidad de la parte no fija para dársela a la piedra cuando ya esté limpia y sin mancha, y habrá que dársela por medio del Magisterio cuantas veces sean necesarias, hasta que por virtud del Espíritu, al sublimarla y hacerla sutil toda la piedra sea llevada hacia arriba. De esto habla el Filósofo cuando dice: Sube de la tierra al cielo.

CAPITULO IX

Luego ha de ser fijada la piedra volátil

Hecho todo lo cual, habrá que incerar esta piedra, (así exaltada y elevada o sublimada) con el aceite que ha sido extraído de ella misma durante la primera operación y que es llamado agua de la piedra. Y se la hará retornar a menudo, sublimándola, hasta que por la virtud de la fermentación de la tierra (con la piedra elevada o sublimada) toda la piedra descienda del cielo a la tierra por reiteración, permaneciendo fija y fluida. Y eso es lo que dice el Filósofo: Y bajará de nuevo a la tierra, de este modo recibe la fuerza de las cosas superiores, sublimando, y de las inferiores, descendiendo, es decir, que lo corporal se tornará espiritual durante la sublimación y lo espiritual se tornará corporal durante el descenso, esto es, cuando desciende la materia.

CAPITULO X

De la utilidad del arte y de la eficacia de la piedra

Por éste medio tendrás la gloria de todo el mundo, es decir, con esta piedra, así compuesta, tendrás la gloria de todo el mundo y toda oscuridad se alejará de ti. Es decir toda pobreza y enfermedad. Es la fuerza fuerte de toda fuerza, pues no hay comparación entre la fuerza de ésta piedra y las otras fuerzas de este mundo, pues vencerá toda cosa sutil y penetrará toda cosa sólida. Vencerá, es decir, que al vencer y al elevarse, transformará y cambiará el mercurio vivo, congelándolo, por más que sea sutil y blando, y penetrará a los demás metales, que son cuerpos duros, sólidos y firmes.

CAPITULO XI

El Magisterio imita la creación del Universo

A continuación el Filósofo da un ejemplo de la composición de su piedra, diciendo: Así fue creado el mundo, es decir, que nuestra piedra se hace igual que como fue creado el mundo, pues las primeras cosas de todo el mundo, y todo lo que en el mundo ha habido, ha sido previamente una masa confusa y un caos sin orden, como ya se ha dicho antes. Y después, por el artificio del soberano Creador, esa masa confusa, después de haber sido admirablemente separada y rectificada, fue dividida en cuatro elementos; y a causa de tal separación se hacen diversas y diferentes cosas. Así, también se pueden hacer diversas y diferentes cosas por la producción y disposición de nuestra obra y por la separación de los elementos de los diversos cuerpos. De ello saldrán admirables adaptaciones, es decir, si separas los elementos se harán las admirables composiciones propias de nuestra obra, en la composición de nuestra piedra, por conjunción de los elementos rectificados. De las que, es decir, de éstas cosas admirables y adecuadas a tal fin, el medio, es decir, el medio de proceder, está aquí.

CAPITULO XII

Declaración enigmática de la materia de la piedra

Por eso he sido llamado Hermes Trismegisto, es decir, Mercurio tres veces muy grande. Después de haber mostrado la composición de la piedra, el Filósofo muestra, de modo encubierto, de qué está hecha nuestra piedra, nombrándose a sí mismo. En primer lugar, a fin de que sus discípulos, cuando lleguen a esta ciencia, se acuerden siempre de su nombre. Sin embargo, el con qué se hace la piedra lo trata a continuación, diciendo: porque tengo las tres partes de la Filosofía de todo el mundo, que están, las tres, contenidas en nuestra piedra, es decir, en el Mercurio de los Filósofos.

CAPITULO XIII

Porqué se llama perfecta a la piedra

Esta piedra es llamada perfecta porque tiene en ella la naturaleza de las cosas minerales, vegetales y animales, por eso es llamada triple y también tri-una, es decir, triple y única, que posee en sí cuatro naturalezas, es decir, los cuatro elementos, y tres colores, el negro, el blanco y el rojo; también se la llama Grano de trigo, que si no muere quedará sólo, pero si muere, (como antes se ha dicho hablando de la conjunción) traerá mucho fruto, es decir, cuando las operaciones de las que hemos hablado, se cumplan. ¡Oh, amigo lector! si ya sabes la Operación de la piedra, te he dicho la verdad, y si no la sabes, no te he dicho nada. Lo que he dicho de la Operación del Sol está cumplido y acabado. Es decir, lo que se ha dicho de la operación de la piedra de tres colores y cuatro naturalezas que están en una cosa única, a saber, en el mercurio filosofal, está cumplido y acabado.

FIN

miércoles, 6 de enero de 2010

Sobre hombres, bestias y dioses

Ferdinand Ossendowski
AGHARTA: LA CIUDAD OCULTA DEL REY DEL MUNDO

La misteriosa Agartha (o Agharta, Agartha, Agarthi) es la ciudad oculta en lo profundo de las estepas del Asia Central desde donde rige los destinos de la humanidad con implacable rigor el Rey del Mundo. Varias exploraciones desde 1890 han partido para ubicar este enigmático lugar. Algunas pocas regresaron., entre ellas la enviada por Hitler en la década de 1930. Una de las pocas y mas autorizadas fuentes es Ferdinand Ossendowski, autor del libro inhallable y difícil de conseguir "Bestias, Hombres, Dioses" de Fernando Ossendowski, del cual reproducimos algunos capítulos.

Capítulo XLVI

El Reino Subterráneo

¡Deteneos! -murmuró mi guía mongol un d&iiacute;a que atravesábamos el llano cerca de Tzagan Luk-. ¡Deteneos!

Y se dejó resbalar desde lo alto de su camello, que se tumbó sin que nadie se lo ordenase. El mongol se tapó con las manos la cara en actitud de orar y comenzó a repetir la frase sagrada: Om mani padme Hung.

Los otros mongoles detuvieron también sus camellos y se pusieron a rezar.

-¿Qué sucede? pensé yo, mirando en torno mío la hierba verde pálido que se extendía por el horizonte hasta un cielo sin nubes, iluminado por los últimos rayos soñadores del sol poniente. Los mongoles rezaron durante un momento, cuchichearon entre ellos y después de apretar lar cinchas de los camellos reanudaron la marcha.

-¿No habéis visto -me preguntó el mongol -cómo nuestros camellos movían las orejas espantados, cómo los caballos en la llanura quedaban inmóviles y atentos y cómo los carneros y el ganado se echaban en el suelo? ¿No observasteis que los pájaros dejaron de volar, las marmotas de correr y los perros de ladrar? El aire vibraba dulcemente y traía de lejos la música de una canción que penetraba hasta el corazón de los hombres, de las bestias y de las aves. La tierra y el cielo contenían el aliento. El viento cesaba de soplar; el sol detenía su carrera. En un momento como aquél, el lobo que se aproximaba a hurtadillas a los carneros hace alto en su marcha solapada; el rebaño de antílopes, amedrentado, retiene su ímpetu peculiar; el cuchillo del pastor, dispuesto a degollar al carnero, se le cae de las manos; el armiño rapaz cesa de arrastrarse detrás de la confiada perdiz salga. Todos los seres vivos, transidos de miedo, involuntariamente sienten la necesidad de orar, aguardando su destino. Esto era lo que entonces ocurría, lo que sucede siempre que el Rey del Mundo, en su palacio subterráneo, reza inquiriendo el porvenir de los pueblos de la tierra.

Así habló el mongol, pastor simple e inculto. Mongolia, con sus montañas peladas y terribles, sus llanuras ilimitadas cubiertas de los huesos esparcidos de los antepasados, ha dado origen al misterio. Este misterio, su pueblo, aterrado por las pasiones tormentosas de la naturaleza o adormecido por la paz de la muerte, lo siente en su plena magnitud y los lamas, rojos y amarillos, lo perpetúan y poetizan. Los pontífices de Urga y Lhassa guardan su ciencia y su posesión. Ha sido durante mi viaje a Asia central cuando he conocido por primera vez el misterio de los misterios, pues no puedo llamarlo de otra manera. Al principio no le concedí mucha atención, pero comprendí después su importancia al analizar y comparar ciertos testimonios esporádicos y frecuentemente sujetos a controversias. Los ancianos de las riberas del Amyl me refirieron una antigua leyenda, según la cual una tribu mongola, intentando huir de las exigencias de Gengis Jan, se ocultó en una comarca subterránea. Más tarde un soyoto de los alrededores del Nogan Kul me mostró, así que se disipó una nube de humo, la puerta que sirve de entrada al reino de Agharti. Antaño penetró por esa puerta en el reino un cazador, y a su vuelta empezó a contar lo que había visto. Los lamas le cortaron la lengua para impedirle hablar del misterio de los misterios. Ya viejo, volvió a la entrada de la caverna y desapareció en el reino subterráneo cuyo recuerdo tanto encantó y regocijó su corazón de nómada. Obtuve informes más detallados de labios del hutuktu Jelyl Dyamsrap de Narabanchi Kure. Este me narró la historia de la llegada del poderoso Rey del Mundo a su salida del reino subterráneo, su aparición, sus milagros y profecías, y entonces solamente empecé a comprender que en esta leyenda, esta hipnosis, esta visión colectiva, de cualquier modo como se la interprete, se encierra, más de un misterio, una fuerza real y soberana, capaz de influir en el curso de la vida política de Asia. A partir de ese momento, comencé mis investigaciones. El lama Gelong, favorito del príncipe Chultun Beyli, y el príncipe mismo, me hicieron la descripción del reino subterráneo.

-En el mundo -dijo el Gelong-, todo se halla constantemente en estado de transición y de cambio: los pueblos, las religiones, las leyes y las costumbres. ¡Cuántos grandes imperios y brillantes constituciones han perecido!. Lo único que no cambia nunca es el mal, el instrumento de los espíritus perversos. Hace más de seis mil años, un hombre santo desapareció con toda una tribu en el interior de la tierra y nunca ha reaparecido en la superficie de ella. Muchos hombres, sin embargo, han visitado después ese reino misterioso: Sakya Muni, Nadur Gheghen, Paspa, Baber y otros. Nadie sabe dónde se encuentra situado. Dicen unos que en el Afganistán, otros que en la India. Todos los miembros de esta religión están protegidos contra el mal, y el crimen no existe en el interior de sus fronteras. La ciencia se ha desarrollado en la tranquilidad y nadie vive amenazado de destrucción. El pueblo subterráneo ha llegado al colmo de la sabiduría. Ahora es un gran reino que cuenta con millones de súbditos regidos por el Rey del Mundo. Éste conoce todas las fuerzas de la naturaleza, lee en todas las almas humanas y en el gran libro del destino. Invisible, reina sobre ochocientos millones de hombres, que están dispuestos a ejecutar sus órdenes. El príncipe Chultun Beyli agregó: -Este reino se extiende a través de todos los accesos subterráneos del mundo entero. He oído a un sabio lama decir al Bogdo Jan que todas las cavernas subterráneas de América están habitadas por el pueblo antiguo que desapareció de la tierra. Aún se encuentran huellas suyas en la superficie del país. Estos pueblos y estos espacios subterráneos, dependen de jefes que reconocen la soberanía del Rey del Mundo. En ello no hay gran cosa sorprendente. Sabéis que en los dos Océanos mayores del Este y el Oeste había remotamente dos continentes. Las aguas se los tragaron y sus habitantes pasaron al reino subterráneo. Las cavernas profundas están iluminadas con un resplandor particular que permite el crecimiento de cereales y otros vegetales y da a las gentes una larga vida sin enfermedades. Allí existen numerosos pueblos e incontables tribus. Un viejo brahmán budista de Nepal, obedeciendo la voluntad de los dioses, hizo una visita al antiguo reino de Gengis, Siam, y en ella encontró un pescador, quien le ordenó que ocupase su barca y bogase con él hacia el mar. Al tercer día arribaron a una isla donde vivía una raza de hombres con dos lenguas, que podían hablar separadamente idiomas distintos. Les enseñaron animales curiosos, tortugas de dieciséis patas y un solo ojo, enormes serpientes de sabrosa carne y pájaros con dientes que cogían los, peces del mar para sus amos desconocidos. Esos isleños les dijeron que habían venido del reino subterráneo y les describieron ciertas regiones. El lama Turgut, que me acompañó en mi viaje de Urga a Pekín, me proporcionó otros informes. La capital de Agharti está rodeada de villas en las que habitan los grandes sacerdotes y los sabios. Recuerda a Lhassa, donde el palacio del Dalai Lama, el Potala, se halla en la cima de un monte cubierto de templos y monasterios. El trono del Rey del Mundo se alza entre dos millones de dioses encarnados. Estos son los santos panditas. El palacio mismo se halla circundado por la residencia de los Goros, quienes poseen todas las fuerzas visibles e invisibles de la tierra, del infierno y del cielo, y pueden disponer a su antojo de la vida y la muerte de los hombres. Si nuestra loca humanidad emprendiese la guerra contra ellos, serían capaces de hacer saltar la corteza de nuestro planeta, transformando la superficie de éste en desiertos. Pueden secar los mares, cambiar los continentes en océanos y convertir las montañas en arenales. A su mando, los árboles, las hierbas y las zarzas empiezan a retoñar; los hombres viejos y débiles se rejuvenecen y vigorizan y los muertos resucitan. En extraños carros, que nosotros no conocemos, recorren a toda velocidad los estrechos pasillos del interior de nuestro planeta. Algunos brahmanes de la India y ciertos Dalai Lamas del Tibet, han conseguido escalar los picos de las cordilleras, nunca hollados hasta entonces por el pie humano, y vieron inscripciones grabadas en las rocas, pisadas en la nieve y señales de ruedas de carruajes. El bienaventurado Sakya Muni encontró en la cima de un monte unas tablas de piedra con letreros que sólo logró descifrar a edad muy avanzada, y penetró luego en el reino de Agharti, del que trajo las migajas del saber sagrado que pudo retener en la memoria. Allí, en palacios maravillosos de cristal, moran los jefes invisibles de los fieles: el Rey del Mundo, Brahytma, que puede hablar a Dios como yo os hablo, y sus dos auxiliares: Mahytma, que conoce los acontecimientos futuros, y Mahynga, que dirige las causas de acontecimientos. Los santos panditas estudian el mundo y sus fuerzas. A veces, los más sabios de ellos se reúnen y envían delegados a los sitios donde jamás llegó la mirada de los hombres. Esto lo describe el Tashi Lama, que vivió hace ochocientos cincuenta años. Los panditas más altos, con una mano en los ojos y la otra en la base del cráneo de los sacerdotes más jóvenes, les adormecen profundamente, lavan sus cuerpos con infusiones de plantas, les inmunizan contra el dolor, les hacen tan duros como la piedra, les envuelven en bandas mágicas y se ponen a rezar al Dios poderoso. Los jóvenes, petrificados, acostados, con los ojos abiertos y los oídos atentos, ven, oyen y se acuerdan de todo. Enseguida un Goro se acerca y clava en ellos una mirada penetrante. Lentamente los cuerpos se levantan de la tierra y desaparecen. El Goro sigue sentado, con los ojos fijos en el sitio al que los envió. Unos hilos invisibles le sujetan a su voluntad y algunos de ellos viajan por las estrellas, asisten a los acontecimientos y observan los pueblos desconocidos, sus costumbres y condiciones. Escuchan las conversaciones, leen los libros y se percatan de las dichas y las miserias, de la santidad y los pecados, de la piedad y del vicio... Los hay que se mezclan a la llama, ven la criatura de fuego, ardiente y feroz, combaten sin tregua, derriten y machacan los metales en las entrarías de los planetas, hacen hervir el agua de los geysers y fuentes termales, funden las rocas y derraman sus materias en fusión sobre la superficie de la tierra y en los orificios de las montarías. Otros se lanzan en busca de los seres del aire, infinitamente pequeños, evanescentes y transparentes, empapándose en sus misterios y descubriendo el objeto de su existencia. Algunos se deslizan hasta los abismos del mar y estudian el reino de las útiles criaturas del agua que transportan y esparcen el calor saludable por toda la tierra, rigiendo los vientos, las olas y las tempestades. En el monasterio de Erdeni Dru vivió antaño Pandita Hutukta, que estuvo en Agharti. Al morir habló del tiempo en que moró, por voluntad del Goro, en una estrella roja del Este, y de cuando voló sobre el Océano cubierto de hielos y vagó entre las llamas ondulantes que arden en las profundidades de la tierra. Estas son las historias que oí contar en las yurtas de los príncipes y en los monasterios lamaístas. El tono con que me las referían me impedía formular la menor objeción. Misterio...



CAPÍTULO XLVII

EL REY DEL MUNDO ENFRENTE DE DIOS

Durante mi estancia en Urga intenté hallar una explicación a esa leyenda del Rey del Mundo. Naturalmente, el Buda vivo era quien mejor podía documentarme, y procuré, por tanto, hacerle hablar acerca de ello. En una conversación con, él cité el, nombre del Rey del Mundo. El anciano pontífice volvió bruscamente la cabeza hacia mi lado y fijó en mí sus ojos inmóviles y sin vida.. A mi pesar, me quedé callado. El silencio se prolongó y el pontífice reanudó el diálogo de manera que comprendí no deseaba abordar el tema. En las camas de las demás personas presentes observé la expresión del asombro y espanto que mis palabras habían producido, especialmente en el bibliotecario del Bogdo Jan. Se comprenderá fácilmente que todo aquello contribuyó a aumentar mi curiosidad y mi afán de profundizar en el asunto. Cuando salí del despacho del Bogdo Hutuktu, encontré al bibliotecario que se habla ido antes que yo, y le pregunté si consentiría en que visitase la biblioteca del Buda vivo. Empleé con él una treta inocente.

-Sabed, mi querido lama-le dije, que yo estuve un día en medio del campo, a la hora en que el Rey del Mundo conversaba con Dios, y experimenté la conmovedora impresión del momento.

Sorprendiéndome mucho, el viejo lama me repuso con tono sereno.

-No es justo que el budismo y nuestra religión amarilla lo oculten. El reconocimiento de la existencia del más santo y poderoso de los hombres, del reino bendito, del gran tan templo de la ciencia sagrada, es tan consolador para nuestros corazones de pecadores y nuestras vidas corrompidas, que ocultarlo a la humanidad sería un pecado. Pues bien, oíd -añadió el letrado-: el año entero el Rey del Mundo dirige los trabajos de los panditas y goros de Agharti. A veces, acude a la caverna del templo, donde reposa el cuerpo embalsamado de su antecesor, en un féretro de piedra negra. Esta caverna está siempre obscura, pero cuando el Rey del Mundo entra en ella, en los muros surgen rayas de fuego, y de la cubierta del féretro suben lenguas de llamas. El goro mayor se mantiene junto a él, tapadas la cabeza y la cara, con las manos cruzadas sobre el pecho. El goro no se quita nunca el velo del rostro, porque su cabeza es una calavera de ojos chispeantes y lengua expeditiva. Comulga con las almas de los difuntos. El Rey del Mundo habla largo rato, luego se aproxima al féretro, extendiendo la mano. Las llamas brillan más intensamente; las rayas de fuego de las paredes se extinguen y reaparecen entrelazándose, formando signos misteriosos del alfabeto vatannan. Del sarcófago empiezan a salir banderolas transparentes de luz apenas visible. Son los pensamientos de su antecesor. Pronto el Rey del Mundo se ve rodeado de una aureola de aquella luz, y las letras de fuego escriben, escriben sin cesar en las paredes los deseos y las órdenes de Dios. En aquel instante, el Rey del Mundo está en relación con las ideas de todos los que dirigen los destinos de la humanidad: reyes, zares, kanes, jefes guerreros, grandes sacerdotes, sabios, hombres poderosos. Conoce sus interiores y sus planes. Si agradan a Dios, el Rey del Mundo los favorecerá con su ayuda sobrenatural; si desagradan a Dios, el Rey provocará su fracaso. Esta facultad la posee Agharti por la creencia misteriosa de OM, vocablo con el que principian todas nuestras plegarias. Om es el nombre de un antiguo santo, el primero de los Goros, que vivió hace trescientos mil años.. Fue el primer hombre que conoció a Dios, el primero que enseñó a la humanidad a creer, esperar y a luchar con el mal. Entonces Dios le otorgó poder absoluto sobre las fuerzas que gobiernan el mundo visible. Después de su coloquio con su antecesor, el Rey del Mundo reúne el Supremo Consejo de Dios, juzga las acciones y los pensamientos de los grandes hombres y les ayuda o les anonada. Mahytma y Mahynga hallan el puesto de esas acciones e intenciones entre las causas que manejan el mundo. Enseguida, el Rey del Mundo entra en el templo, y a solas reza y medita. El fuego brota del altar, y poco a poco se propaga a todos los altares próximos, y a través de la llama ardiente se vislumbra cada vez más claro el rostro de Dios. El Rey del Mundo participa respetuosamente a Dios las decisiones del Consejo, y recibe a cambio las instrucciones inescrutables del Omnipotente. Cuando abandona el templo, el Rey del Mundo exhala un resplandor divino.



CAPÍTULO XLVIII

¿REALIDAD O FICCIÓN MÍSTICA?

¿Ha visto alguien al Rey del Mundo? -pregunté-

-Sí -contestó el lama-. Durante las fiestas solemnes del primitivo budismo, en Siam y las Indias, el Rey del Mundo se apareció cinco veces. Ocupaba una carroza magnífica tirada por elefantes blancos, engalanados con finísimas telas cuajadas de oro y pedrería. El Rey vestía un manto blanco y llevaba en la cabeza la tiara roja, de la que pendían hilos de brillantes que le tapaban la cara. Bendecía al pueblo, los sordos oyeron, los impedidos echaron a andar y los muertos se incorporaban en sus tumbas por doquiera fijaba la mirada el Rey del Mundo. También se apareció hace ciento cincuenta años, en Erdeni Dzu, y visitó igualmente el antiguo monasterio de Sakkal y Narabanchi Kure. Uno de nuestros Budas vivos y uno de los Tashi Lamas recibieron de él un mensaje escrito en caracteres desconocidos y en láminas de oro. Nadie podía leer aquel documento. El Tashi Lania entró en el templo, puso la lámina de oro sobre su cabeza y empezó a rezar. Gracias a su plegarla los pensamientos del Rey del Mundo penetraron en su cerebro, y sin haber leído los enigmáticos signos, comprendió y cumplió la regia disposición.

-¿Cuántas personas han ido a Agharti?- pregunté.

Muchas contestó el lama-, pero todas guardan el secreto de lo que vieron. Cuando los Olets destruyeron Lhassa, uno de sus destacamentos, recorriendo las montañas del Sudoeste, llegó a los límites de Agharti. Aprendieron algunas ciencias misteriosas y las trajeron a la superficie de la tierra. He aquí por qué los Olets y los Kalniucos son tan hábiles magos y adivinos. Ciertas tribus negras del Este se internaron también en Agharti y allí estuvieron varios siglos. Más tarde fueron expulsados del reino y regresaron a la faz del planeta poseedores del misterio de los augurios según los naipes, las hierbas y las líneas de la mano. De esas tribus proceden los gitanos. Allá, en el norte de Asia, existe una tribu en vías de desaparecer, que residió en el maravilloso Agharti. Los miembros de ella saben llamar a las almas de los muertos cuando flotan en el aire. El lama permaneció silencioso un buen rato. Luego, como respondiendo a mis pensamientos, continuó:

-En Agharti, los sabios panditas escriben en tablas de piedra toda la ciencia de nuestro planeta y de los demás mundos. Los doctos budistas chinos no lo ignoran. Su creencia es la más alta y pura. Cada siglo, cien sabios de China, se reúnen, en un lugar secreto, a orillas del mar, y de las profundidades ,de éste salen cien tortugas inmortales. En sus conchas, los chinos escriben las conclusiones de la ciencia divina del siglo.

Esto me recuerda la historia que me contó un viejo bonzo del templo del Cielo en Pekín. Me dijo que las tortugas viven más de tres mil años sin aire ni alimento y que esta es la razón por la cual todas las columnas del templo azul del Cielo tienen por base tortugas vivas, a fin de evitar que pudra la madera.

-Varias veces los pontifices de Urga y Lhasssa han enviado embajadas a la Corte del Rey del Mundo-, agregó el lama bibliotecario- Pero les fue imposible dar con ella. Sólo un cierto caudillo tibetano, después de una batalla con los Olets, encontró la caverna con la célebre inscripción: "Esta puerta conduce a Agharti". De la caverna salió un hombre de buena presencia que le mostró una plancha de oro con letras desconocidas y le dijo:

-El Rey del Mundo aparecerá delante de todos los hombres cuando llegue la hora de que se ponga al frente de los buenos para luchar con los malos; pero esa hora no ha sonado todavía. Los más malos de la humanidad aún están por nacer.

El chiang chun, barón Ungern, nombró embajador suyo en el reino subterráneo al joven príncipe Punzig, pero éste regresó con una carta del Dali Lama de Lhassa. El barón le envió de nuevo y la segunda vez no volvió.


CAPÍTULO XLI

LA PROFECÍA DEL REY DEL MUNDO EN 1890

El hutuktu de Narabanchi me refirió lo siguiente cuando tuve ocasión de visitarle en su monasterio al empezar el año 1921: -La vez que el Rey del Mundo se apareció a los lamas de nuestro monasterio, favorecidos por Dios, hace treinta años, hizo una profecía relativa a los cincuenta años inmediata y correlativamente venideros. Hela aquí.

«Cada día más se olvidarán los hombres de sus almas y se ocuparán de sus cuerpos. La corrupción más grande reinará en la tierra. Los hombres se asemejarán a animales feroces, sedientos de la sangre de sus hermanos. La Media Luna se borrará y sus adeptos se sumirán en la mendicidad y en la guerra perpetua. Sus conquistadores serán heridos por el sol, pero no subirán dos veces; les sucederá la peor de las desgracias y acabarán entre insultos a los ojos de los demás pueblos. Las coronas de los reyes, grandes y pequeños, caerán. uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... Habrá una guerra terrible entre todos los pueblos. Los océanos enrojecerán... La tierra y el fondo de los mares se cubrirán de esqueletos, se fraccionarán los reinos, morirán naciones enteras... el hambre, la enfermedad, los crímenes desconocidos de las leyes... cuanto el mundo no habrá contemplado aún. Entonces vendrán los enemigos de Dios y del Espíritu Divino que residen en el hombre.. Quienes cojan la mano de otro, perecerán también. Los olvidados, los perseguidos. se sublevarán y llamarán la atención del mundo entero. Habrá nieblas y tempestades, Las montañas peladas se cubrirán de bosques. Temblará la tierra... Millones de hombres cambiarán las cadenas de la esclavitud y las humillaciones por el hambre, las enfermedades y la muerte. Los antiguos caminos se llenarán de multitudes que irán de un sitio a otro. Las ciudades mejores y más hermosas perecerán por el fuego... una, dos, tres... El padre luchará con el hijo, el hermano con el hermano, la madre con la hija. El vicio, el crimen, la destrucción de los cuerpos y de las almas imperarán sin frenos... Se dispersarán las familias... Desaparecerán la fidelidad y el amor... De diez mil hombres, uno solo sobrevivirá... un loco, desnudo, hambriento y sin fuerzas, que no sabrá construirse una casa, ni proporcionarse alimento... Aullará como un lobo rabioso, devorará cadáveres, morderá su propia carne y desafiará airado a Dios... Se despoblará la tierra. Dios le dejará de su mano. Sobre ella esparcirán tan sólo sus frutos la noche y la muerte. Entonces surgirá un pueblo hasta ahora desconocido que, con puño fuerte, arrancará las malas hierbas de la locura y del vicio y conducirá a los que hayan permanecido fieles al espíritu del hombre, a la batalla contra el mal. Fundarán una nueva vida en la tierra purificada por la muerte de las naciones. Dentro de cincuenta años no habrá más que tres grandes reinos nuevos que vivirán felices durante setenta y un años. En seguida vendrán diez y ocho años de guerras y cataclismos... Luego los pueblos de Agharti saldrán de sus cavernas subterráneas y aparecerán en la superficie de la tierra.

Mongolia oriental, camino de Pekín, me pregunté frecuentemente,

-¿Qué sucedería, si todos estos pueblos y tribus tan distintos y de tan diferentes razas y religiones comenzasen a emigrar al Oeste?

Ahora, en el momento de escribir estas últimas líneas, mi mirada se dirige involuntariamente a ese vasto corazón del Asia central, teatro de mis correrías y aventuras. A través de los. torbellinos de nieve o de las tempestades de arena del Gobbi, veo el rostro del hutuktu de Naraban, tono reposado me descubra el secreto de su pensamiento, señalando al horizonte con su fina mano de aristócrata. Cerca de Karakorun, a orillas del Ubsa Nor, contemplo los Inmensos campamentos multicolores, los rebaños de toda clase de ganado, las yurtas azules de los jefes. Sobre esto se alzan los estandartes de Gengis Jan, de los reyes del Tíbet, de Siam, del Afganistán y de los príncipes indios; los signos sagrados de los pontifices lamaístas, los escudos de los Janes y de los Olets y los sencillos atributos de las tribus mongolas del Norte. No oigo el rumor de la agitada multitud. Los cantores no cantan los aires melancólicos de las montarías, de las llanuras y de los desiertos. Los jinetes mozos no disfrutan corriendo en sus ágiles caballos. Masas y masas de innumerables ancianos, mujeres y niños, ocupan el terreno y más allá al Norte y al Oeste, hasta donde la vista puede alcanzar, el cielo se tiñe con rojeces de llama y se oye el retumbar y el crepitar del incendio y el estruendo horrísono de la batalla y a matanza que lleva a los guerreros asiáticos entre ríos de sangre propia y de los enemigos, a la conquista de Europa. ¿Quién guí{a esas multitudes de ancianos sin armas? En ellas domina un orden severo, una comprensión profunda y religiosa del fin que se proponen, la paciencia y la tenacidad. Es la nueva emigración de los pueblos, la última marcha de los mongoles. Quizás Karma ha abierto una nueva página en la historia ¿Qué ocurrirá si el Rey del Mundo está con ellos? Pero este gran misterio de los misterios continúa siendo impenetrable.