jueves, 28 de febrero de 2008

Carl Schmitt: el concepto de lo Político V

5). La decisión sobre la guerra y el enemigo
Al Estado, en su calidad de unidad política esencial, le corresponde el jus belli; es decir: la posibilidad real, de determinar, y dado el caso de combatir, a un enemigo en virtud de una decisión autónoma. Los medios técnicos con los cuales se libra el combate, la organización vigente de las fuerzas armadas, la magnitud de las chances de ganar la guerra, todo ello es irrelevante aquí siempre y cuando el pueblo políticamente unido esté dispuesto a combatir por su existencia y por su independencia, siendo que por decisión autónoma ha determinado en qué consiste esa independencia y esa libertad. La tendencia del desarrollo tecnológico militar aparentemente apunta a que, quizás, ya quedan sólo pocos Estados cuyo poderío industrial les permite librar una guerra con chances de éxito, mientras que Estados más pequeños y más débiles, ya sea de modo voluntario o forzado, renuncian al jus belli cuando no consiguen resguardar su independencia mediante una correcta política de alianzas. Esta evolución no demuestra que la guerra, el Estado y la política han cesado de existir. Cada uno de los innumerables cambios y trastornos de la Historia y de la evolución de la humanidad ha producido nuevas formas y nuevas dimensiones del aglutinamiento político, destruyendo anteriores arquitecturas políticas, produciendo guerras externas y guerras civiles, aumentando o disminuyendo el número de las unidades políticas organizadas.
El Estado como unidad política determinante ha concentrado en si mismo una atribución enorme: la de la posibilidad de librar una guerra y, con ello, la de disponer sobre la vida de los seres humanos. Y esto es así porque el jus belli contiene un atributo semejante: significa la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo propio el estar dispuestos a matar y a morir, con el objeto de matar a las personas ubicadas del lado del enemigo. Sin embargo, la tarea de un Estado normal consiste en lograr, por sobre todo, una pacificación completa dentro del Estado y su territorio; construir "la tranquilidad, la seguridad y el orden" para crear con ello la situación normal que es condición para que las normas jurídicas puedan imperar en absoluto desde el momento en que toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede ser válida en una situación que la desafía de modo completamente anormal.
Esta necesidad de lograr la pacificación intra-estatal conduce, en situaciones críticas, a que el Estado como unidad política en si, mientras existe, pueda también determinar al "enemigo interno". Es por ello que en todos los Estados, bajo alguna forma, existe lo que el Derecho Público de las repúblicas griegas conoció como declaración de polemios y el Derecho Público romano como declaración de hostis; es decir: formas de repudio, ostracismo, exclusión, colocación hors-la-loi — en síntesis, alguna forma de declarar un enemigo interno, ya sea con medidas más severas o más beningnas; vigentes ipso facto o establecidas de modo jurídico mediante leyes especiales; ya sea manifiestas o encubiertas en descripciones genéricas. Éste es — de acuerdo al comportamiento de quien ha sido declarado enemigo del Estado — el signo distintivo de la guerra civil; vale decir: de la desintegración del Estado como unidad política organizada, internamente pacificada, encerrada en si misma en cuanto a lo territorial e impenetrable para extraños. Mediante la guerra civil es que, luego, se decidirá el destino que correrá esta unidad. Para un Estado de Derecho Constitucional burgués esto no es menos válido — y hasta por el contrario, quizás sea aún más naturalmente válido — que para cualquier otro Estado. Porque, como lo expresa Lorenz von Stein, en un "Estado Constitucional" la Constitución es "la expresión del orden social y de la existencia de la propia sociedad constituída por los ciudadanos de un Estado. En el momento en que es agredida, el combate forzosamente tiene que decidirse por fuera de la Constitución y del Derecho, es decir: por medio del poder de las armas".
En la Historia de Grecia, el ejemplo más notorio de esto probablemente es la psefismata de Demofanto; esa decisión pública que el pueblo de Atenas pronunció en el año 410 AC luego de la Expulsión de los Cuatrocientos y por medio de la cual establecía que todo aquél que intentase disolver la democracia ateniense se declaraba "un enemigo de los atenienses" (polemios esto Athenaion). Otros ejemplos y bibliografía al respecto pueden hallarse en Busolt-Swoboda "Griechische Staatskunde", 3ª Edición 1920, páginas 231 y 532. Sobre la declaración anual de guerra que los éforos espartanos hacían a los helotas que vivían dentro del Estado espartano, véase op.cit. pág 670. En referencia a la declaración de hostis y las proscripciones en el Derecho Público romano, véase Mommsen Rom.Staatsrecht III, 5, 1240. Por ostracismos y expulsiones, aparte de los libros de texto conocidos de la Historia del Derecho alemán, véase sobre todo Ed.Eichmann "Acht und Bann im Reichsrecht des Mittelalters" 1909. En la práctica de los jacobinos y del Comité de Salud Pública, descriptas en la Historia de la Revolución Francesa de Aulard, se encuentran numerosos ejemplos de declaraciones de hors-la-loi. A destacar es un informe del Comité de Salud Pública citado por E. Friesenhahn, ("Der politische Eid", 1928): "Depuis le peuple français à manifesté sa volonté tout ce qui lui est opposé est hors le souverain; tout ce qui est hors le souverain, est ennemi... Entre le peuple et ses ennemis il n'y a plus rien de commun que le glaive." [33] Una proscripción puede también instrumentarse suponiendo en los miembros de determinadas religiones o partidos una escasa disposición hacia la paz o hacia el acatamiento de las normas legales. Hay innumerables ejemplos de esto en la Historia política de los cismáticos y herejes. En relación a ellos es característica la argumentación de Nicolás de Vernuls (De una et diversa religione, 1646): el hereje no debe ser tolerado dentro del Estado ni aún si es pacífico, porque personas que son como los herejes ni siquiera pueden ser pacíficas. (citado por H. J. Elias, L'église et l'état, Revue belge de philologie et d'histoire, V (1927), Cuaderno 2/3). Las formas menos violentas de las declaraciones de hostis son numerosas y diversas: confiscaciones, expatriaciones, prohibiciones de asociación o de reunión, exclusión de cargos públicos, etc. El pasaje anteriormente citado de Lorenz von Stein se encuentra en su relato del desarrollo político-social de la Restauración y de la monarquía de Julio en Francia, "Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich", Tomo I: "Der Begriff der Gesellschaft", Edición de G. Salomon, Pág. 494.
La facultad de disponer de la vida y de la muerte de una persona por medio de un veredicto, el jus vitae ac necis, puede residir también en alguna otra estructura existente dentro de la unidad política como, por ejemplo la familia o el jefe de la misma; pero, mientras la unidad política subsista como tal, no puede residir en ella el jus belli o derecho a declarar un hostis. Incluso el derecho a la venganza de sangre entre familias o estirpes debería quedar suspendida, al menos durante el transcurso de una guerra, si una unidad política ha de existir en absoluto. Un grupo humano que quisiese prescindir de estas consecuencias de la unidad política ya no sería un grupo político, puesto que renunciaría a la posibilidad de tomar la decisión determinante en cuanto a quién considerará y tratará como enemigo. A través del poder sobre la vida física de las personas, la comunidad política se eleva por sobre cualquier otra especie de comunidad o sociedad. Dentro de la comunidad podrán luego existir subestructuras secundarias de carácter político, con facultades propias o transferidas, inlcuso con un jus vitae ac necis restringido a los miembros del grupo más estrecho.
Una comunidad religiosa, una Iglesia, puede exigir de su miembro que muera por su fe y que soporte el martirio, pero solamente en beneficio de la salvación de su propia alma; no en beneficio de la comunidad eclesiástica establecida como estructura de poder terrenal. De otro modo se convierte en una magnitud política; sus guerras sagradas y sus cruzadas son acciones que descansan sobre una decisión de declarar enemigos, al igual que las demás guerras. En una sociedad determinada económicamente cuyo órden — esto es: cuyo funcionamiento previsible dentro de un ámbito de categorías económicas — se desarrolla normalmente, bajo ningún punto de vista puede exigirse que algún miembro de la sociedad sacrifique su vida en aras de un funcionamiento sin sobresaltos. Fundamentar con argumentos utilitarios una exigencia semejante sería, justamente, contradecir los principios individualistas de un orden económico liberal; algo que jamás podría justificarse partiendo de las normas o ideales de una economía pensada para ser autónoma. El individuo aislado es libre de morir por lo que quiera; esto constituye, como todo lo esencial en una sociedad liberal-individualista, una "cuestión absolutamente privada" — es decir: materia de una decisión libre, no controlada, que no es de incumbencia de nadie aparte de la persona que por si misma toma la decisión.
La sociedad que funciona sobre bases económicas tiene medios de sobra para quitar de su circuito al que sucumbió en la lucha competitiva, al que no tuvo éxito y aún al "molesto". Puede volverlo inofensivo de una manera no-violenta, "pacífica"; o bien y dicho en forma concreta: puede dejarlo morir de hambre si no se subordina voluntariamente. A una sociedad puramente cultural o civilizatoria seguramente no le faltarán "indicaciones sociales" para librarse de amenazas indeseadas o de desarrollos indeseados. Pero ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna finalidad otorgan un derecho a disponer sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente de los seres humanos que maten a seres humanos y que estén dispuestos a morir para que el comercio y la industria de los sobrevivientes florezca, o para que la capacidad de consumo de los nietos aumente, constituye algo tenebroso y demencial. Anatematizar la guerra calificándola de homicidio y luego exigir de las personas que libren una guerra, y que maten y se dejen matar en esa guerra, para que "nunca más haya guerras", constituye una estafa manifiesta. La guerra, la disposición a morir de los combatientes, el dar muerte físicamente a seres humanos que están del lado del enemigo, todo eso no tiene ningún sentido normativo y sólo tiene un sentido existencial. Específicamente: sólo tiene sentido en la realidad de una situación de combate real contra un enemigo real; no en algún ideal, programa o normativa cualquiera. No existe ningún objetivo racional, ninguna norma por más justa que sea, ningún programa por más ejemplar que sea, ningún ideal social por más hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad, que pueda justificar que por su causa los seres humanos se maten los unos a los otros. Cuando semejante destrucción física de vidas humanas no ocurre a partir de una auténtica afirmación de la propia forma existencial frente a una negación igual de auténtica de esta forma existencial, sucede que simplemente no puede ser justificada. Tampoco con normas éticas o jurídicas se puede fundamentar una guerra. Si existen realmente enemigos, en el sentido auténtico y esencial con el que aquí los hemos entendido, entonces tiene sentido — pero sólo sentido político — repelerlos físicamente y combatir con ellos si es necesario.
Que la justicia no pertenece al concepto de la guerra ya es de dominio público desde Grotius. [34] Las construcciones intelectuales que exigen una guerra justa sirven, por lo común, a un objetivo político. Exigir de un pueblo políticamente unido que libre guerras sólo por motivos justos es, en realidad, o bien algo obvio si significa que la guerra sólo debe librarse contra un enemigo real, o bien detrás de ello se esconde el intento político de transferir a otras manos la disposición del jus belli y encontrar normas jurídicas sobre cuyo contenido y aplicación puntual ya no decidirá el Estado mismo sino algún otro tercero, el que de esta manera decidirá quién es el enemigo. Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, deberá determinar por si mismo la diferenciación de amigos y enemigos, aunque sea tan sólo en el más extremo de los casos y aún así debiendo decidir, también, si este caso extremo se ha dado — o no. En ello reside la esencia de su existencia política. Si ya no tiene la capacidad o la voluntad para establecer esta diferenciación, cesará de existir políticamente. Si permite que un extraño le imponga quién es su enemigo y contra quién le está — o no — permitido luchar, ya no será un pueblo políticamente libre y quedará incluido en, o subordinado a, otro sistema político. Una guerra no adquiere su sentido por ser librada en virtud de ideales o normas jurídicas sino por ser librada contra un enemigo real. Todas las imprecisiones de la categoría amigo-enemigo se explican por el hecho de que se las confunde con toda clase de abstracciones o normas.
Un pueblo políticamente existente no puede, pues, dado el caso y por medio de una decisión propia y a propio riesgo, renunciar a diferenciar amigos de enemigos. Podrá declarar solemnemente que condena la guerra como método de resolución de conflictos internacionales y que renuncia a emplearla como "herramienta de política nacional", tal como sucedió en el denominado Pacto Kellogg de 1928 [35] Con ello, ni ha renunciado a la guerra como herramienta de política internacional (y una guerra que sirve a la política internacional puede ser peor que otra que sirve solamente a una política nacional), ni tampoco ha "condenado" o "proscripto" a la guerra en si misma. En primer lugar, una declaración como ésa depende completamente de determinadas reservas condicionales que se sobreentienden, ya sea de modo explícito o implícito. Por ejemplo, el prerrequisito de la existencia propia como Estado; la defensa propia; las condiciones implícitas en acuerdos existentes; el derecho a una supervivencia libre e independiente, etcétera. En segundo lugar, estos prerrequisitos, en cuanto a su estructura lógica, no constituyen simples excepciones a la norma sino, por el contrario, son los que precisamente le otorgan a la norma su contenido concreto en absoluto. No son excepciones condicionales constituyendo restricciones periféricas de la obligación sino prerrequisitos normativos sin los cuales la obligación carece de sentido. En tercer lugar, mientras hay un Estado independiente, es este Estado mismo el que decide si se ha dado — o no — el caso de un prerrequisito de esa naturaleza (defensa propia, agresión del contrincante, violación de acuerdos preexistentes incluyendo al Pacto Kellog mismo, etc.). En cuarto lugar y por último, es hasta imposible "proscribir" a "la guerra". Solamente se pueden proscribir personas, pueblos, Estados, clases sociales, religiones, etc. a los cuales se los declara enemigos mediante una "proscripción". De este modo, tampoco una solemne "proscripción de la guerra" consigue eliminar la diferenciación de amigos y enemigos sino que le otorga a esta diferenciación un nuevo contenido y una nueva vida a través de nuevas posibilidades de declarar un hostis.
Eliminando esta diferenciación se elimina la vida política en absoluto. De ningún modo está librado a la discreción de un pueblo con existencia política el eludir esta dramática diferenciación mediante proclamaciones conjuratorias. Si una parte del pueblo declara no conocer enemigos, depende de la situación, pero es posible que se haya puesto del lado de los enemigos para ayudarlos. Sin embargo, con ello no se habrá eliminado la diferenciación entre amigos y enemigos. Si los ciudadanos de un Estado afirman de si mismos que, personalmente, no tienen enemigos, el hecho no tiene nada que ver con esta cuestión ya que una persona privada no tiene enemigos políticos. Lo máximo que un ciudadano puede llegar a querer decir con una declaración como ésa es que desea excluirse de la totalidad política — a la que por su existencia pertenece — para vivir exclusivamente en calidad de persona privada. [36]. Más allá de ello, sería también un error creer que un pueblo puede eliminar la diferenciación entre amigos y enemigos mediante una declaración de amistad a todo el mundo, o mediante la decisión de desarmarse voluntariamente. El mundo no se despolitiza de esta manera, ni queda tampoco colocado en un estado de moralidad pura, juridicidad pura o economía pura. Cuando un pueblo le teme a las penurias y a los riesgos de una existencia política, lo que sucederá es que, simplemente, aparecerá otro pueblo que lo relevará de este esfuerzo haciéndose cargo de la "protección frente a los enemigos externos" y, con ello, se hará cargo también del dominio político. El protector será entonces quien determinará al enemigo, como consecuencia de la eterna relación que hay entre protección y obediencia. [37]
Sobre este principio no descansa solamente el orden feudal y la relación de señor y vasallo, jefe y secuaz, patrón y clientela. Estas relaciones sólo destacan el principio de un modo especialmente claro y abierto, sin encubrirlo. En realidad, no existe ninguna relación jerárquica, ninguna legitimidad o legalidad razonables, sin la correspondencia entre protección y obediencia. El protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado y una teoría del Estado que no sea sistemáticamente conciente de esta frase permanecerá siendo un fragmento insuficiente. Hobbes (al final de la edición inglesa de 1651, pág. 396) indica que el verdadero objetivo de su "Leviathan" es el de hacerle ver a los hombres esa "mutual relation between Protection and Obedience" cuya observancia inquebrantable es exigida tanto por la naturaleza humana como por el Derecho Divino.
Hobbes comprobó esta verdad en las peores épocas de la guerra civil porque en una situación como ésa desaparecen todas la ilusiones legitimistas y normativistas con las cuales a las personas, durante las épocas de seguridad estable, les place autoengañarse en materia de realidades políticas. Cuando en el interior de un Estado hay partidos organizados que pueden brindarle a sus miembros una protección mayor que la brindada por el Estado, aún en el mejor de los casos el Estado queda convertido en un anexo de estos partidos y el ciudadano individual sabe a quién tiene que obedecer. Esto no puede ser justificado por ninguna "teoría pluralista del Estado" tal como ha sido tratado anteriormente. Lo elementalmente cierto de este axioma de la protección-obediencia aparece con claridad aún mayor en las relaciones inter-estatales de política exterior. El protectorado de Derecho Público, las uniones o federaciones hegemónicas de Estados, los tratados de protección y garantías de diversa índole hallan en este axioma su fórmula más simple.
Sería torpe creer que un pueblo inerme sólo tendría amigos y es un cálculo crapuloso suponer que el enemigo podría quizás ser conmovido por una falta de resistencia. Nadie consideraría posible que los seres humanos, mediante una renuncia a toda productividad estética o económica, puedan llevar el mundo a una situación de, por ejemplo, pura moralidad. Pues mucho menos podría un pueblo, mediante la renuncia a toda decisión política, crear un estadio de la humanidad moralmente puro o económicamente puro. Lo político no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito político. Lo que desaparecerá será tan sólo un pueblo débil. [38]

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