domingo, 20 de abril de 2008

Carl Schmitt: El concepto de lo Político VIII

8. Despolitización a través de la polaridad entre ética y economía
A través del liberalismo del siglo pasado, todas las concepciones políticas han cambiado y se han desnaturalizado de una forma peculiar y sistemática. Como realidad histórica, el liberalismo no ha escapado de lo político, tan poco como cualquier otro movimiento humano relevante, y hasta sus neutralizaciones y despolitizaciones (de la educación, de la economía, etc.) tienen un sentido político. Los liberales de todos los países han practicado política al igual que todas las demás personas y se han coaligado de las más diversas maneras con elementos e ideas no-liberales haciéndose nacional-liberales, social-liberales, conservadores libres, católicos liberales, etcétera. [51] En especial, se han unido a las fuerzas de la democracia, que son completalemente a-liberales porque esencialmente son políticas al punto que conducen incluso al Estado total. [52] La pregunta, sin embargo, es la de si a partir del puro y consecuente concepto del liberalismo individual se puede extraer una idea específicamente política. La respuesta es negativa. Porque la negación de lo político, que está contenida en todo individualismo consecuente, si bien conduce a una praxis política de desconfianza frente a todos los poderes políticos y formas de Estado imaginables, jamás arriba a una propia y positiva teoría del Estado y la política. Consecuentemente, existe una política liberal como contraposición polémica a las limitaciones de la libertad individual — sean éstas estatales, eclesiásticas u otras — bajo la forma de política comercial, política eclesiástica y educacional o política cultural. Lo que no existe es una política liberal en si misma sino siempre y tan sólo una crítica liberal de la política. La teoría sistemática del liberalismo se refiere casi exclusivamente a la lucha política interna contra el poder estatal y ofrece toda una serie de métodos para controlar y trabar a este poder estatal en defensa de la libertad individual y de la propiedad privada; para hacer del Estado un "compromiso" y de las instituciones del Estado una "válvula de escape" y, por lo demás, para "balancear" a la monarquía contra la democracia y a ésta contra la monarquía, lo cual en épocas críticas — especialmente en 1848 — condujo a una postura tan contradictoria que todos los buenos observadores como Lorenz von Stein, Karl Marx, Fr. Julius Stahl y Donoso Cortés abandonaron, desesperados, todo intento de encontrar en ella un principio político o una línea de pensamiento consecuente.
De un modo por demás sistemático, el pensamiento liberal ignora o elude al Estado y a la política. En lugar de dedicarse a ella, se mueve en una polaridad típica, constantemente reiterada, de dos esferas heterogéneas: ética y economía, espiritualidad y negocios, educación y propiedad. El recelo crítico frente al Estado y la política se explica fácilmente por los principios de un sistema para el cual el individuo aislado tiene que permanecer siendo terminus a quo y terminus ad quem. La unidad política, dado el caso, debe exigir el sacrificio de la vida. Para el individualismo del pensamiento liberal esta demanda no se puede alcanzar ni fundamentar de modo alguno. Un individualismo que le diera a alguien diferente del individuo mismo la disposición sobre la vida física de ese individuo sería una frase tan vacía como una libertad liberal cuyo contenido y medida fuese decidida por alguien distinto de aquél que es libre. Para el sujeto individual, como tal, no existe el enemigo con el cual deba luchar a vida o muerte si personalmente no quiere hacerlo. Forzarlo a la lucha contra su voluntad, en todo caso y considerado desde la óptica del individuo privado, es falta de libertad y coerción. Todo el pathos liberal se orienta contra la coerción y la limitación de la libertad. Cada restricción, cada amenaza a la — en principio ilimitada — libertad individual, a la propiedad privada y a la libre competencia, es llamada "opresión" y se convierte eo ipso en algo malo. Todo lo que este liberalismo mantiene todavía del Estado y la política se limita a asegurar las condiciones de la libertad y a eliminar lo que podría interferir con ella.
Así, termina arribando a todo un sistema de conceptos desmilitarizados y despolitizados, de los cuales contabilizaremos algunos aquí para mostrar la sorprendente consecuencia y sistemática del pensamiento liberal, no suplantado hoy en Europa por otro sistema aún a pesar de todos los reveses que ha sufrido. En esto, siempre hay que tener presente que estos conceptos liberales se mueven de un modo típico entre ética (espiritualidad) y economía (negocios) buscando, desde estos flancos bipolares, aniquilar lo político considerado como esfera del "poder conquistador", para lo cual el concepto del Estado de "Derecho" — es decir: de Derecho Privado — sirve como palanca y el concepto de propiedad privada constituye el centro del globo cuyos polos — ética y economía — constituyen solamente las radiaciones opuestas de este punto central. Apología ética y objetividad económica materialista se amalgaman en toda manifestación típicamente liberal dándole a cada concepto político un rostro cambiado. Así, en el pensamiento liberal, el concepto político de lucha se convierte en competencia por el lado económico y en discusión por el lado "espiritual". En lugar de una diferenciación clara entre los dos distintos status de "guerra" y "paz" aparece la dinámica de la eterna competencia y la eterna discusión. El Estado se convierte en sociedad. Por el lado ético-espiritual, esta sociedad es una concepción ideológico-humanitaria de la "humanidad" y por el otro lado económico-técnico es la unidad económico-técnica de un sistema de producción y comunicaciones consolidado. De la voluntad de repeler al enemigo — completamente obvia y emergente en lo dado por la situación de la lucha — se construye racionalmente un ideal o programa social, una tendencia o un cálculo económico. El pueblo políticamente unificado se convierte, por un lado, en el público con intereses culturales y, por el otro, parcialmente en obreros y empleados de empresas y parcialmente en una masa de consumidores. En el polo espiritual, el gobierno y el poder se hacen propaganda y persuasión masiva mientras que en el polo económico se convierten en control.
Todas estas disoluciones apuntan con gran seguridad a robarle su sentido específico tanto al Estado como a la política, sojuzgándolos en parte bajo una moral individualista — y por lo tanto de Derecho Privado — y en parte bajo categorías económicas. Llama mucho la atención la naturalidad con la que el liberalismo, por fuera de lo político, no sólo reconoce la "autonomía" de los diferentes ámbitos de la vida humana sino que la exagera hasta la especialización, e incluso hasta el completo aislamiento. Al liberalismo le parece evidente que las artes son hijas de la libertad, que el juicio de valor estético es incondicionalmente autónomo y que el genio estético es soberano. Más aún: en algunos países surgió un pathos liberal en absoluto recién cuando esta autónoma libertad del arte se vió amenazada por "apóstoles del decoro" moralistas. La moral, a su vez, se independizó de la metafísica y de la religión; la ciencia de la religión, el arte y la moral, etc. Pero, el caso por lejos más importante de autonomía sectorial fue la imposición, con seguridad inequívoca, de la autonomía de las normas y leyes económicas. Que la producción y el consumo, la formación de precios y el mercado tienen su esfera propia y que no pueden ser dirigidos ni por la ética, ni por la estética, ni por la religión y menos aún por la política, ha constituido uno de los pocos dogmas realmente indiscutibles e incuestionables de esta época liberal. Tanto más interesante es constatar cómo ciertos puntos de vista políticos han sido despojados de toda validez para ser arrojados bajo las normatividades y el "ordenamiento" de la moral, el Derecho y la economía. Dado que, como ya fue señalado, en la concreta realidad de la existencia política no rigen las normativas y ordenamientos abstractos siendo que siempre y tan sólo personas o grupos concretos gobiernan a otras personas o grupos concretos, naturalmente también en esto, desde un punto de vista político, sucede que el "imperio" de la moral, el Derecho, la economía y la "norma" siempre tiene sólo un sentido político concreto.
Nota (del año 1927, sin modificaciones): La estructura ideológica del Tratado de Versalles se condice exactamente con esta bipolaridad entre pathos ético y cálculo económico. En el Art.231 se obliga al Reich Alemán a reconocer su "responsabilidad" por todos los daños y las pérdidas ocasionadas por la guerra, con lo cual queda establecido un juicio de valor moral y jurídico. Se evitan conceptos políticos tales como "anexiones"; la cesión de Alsacia-Lorena es una "désannexion" o sea: la reparación de una injusticia; la cesión de territorios polacos y daneses sirve a la demanda ideal del principio de nacionalidades; la confiscación de las colonias hasta resulta proclamada en el Art.22 como una obra de humanitarismo altruista. El polo opuesto económico de este idealismo está constituido por las reparaciones, esto es: por el perpetuo e ilimitado saqueo económico del vencido. Resultado: un Tratado de esa clase no podía en absoluto hacer realidad un concepto político tal como "paz". En consecuencia se hicieron necesarios constantemente nuevos y "verdaderos" Tratados de Paz: el Protocolo de Londres de Agosto de 1924 (Plan Dawes), el de Locarno de Octubre de 1925, el ingreso a la Sociedad de las Naciones de Septiembre de 1920 — y continúa la lista.
Desde sus mismos comienzos, el pensamiento liberal le hizo al Estado y a la política el reproche de la "violencia". El reproche no hubiera pasado de ser uno de los tantos epítetos huecos de la disputa política si no se le hubiera dado un horizonte más amplio y una mayor fuerza persuasiva al relacionarlo con una gran construcción metafísica y una interpretación de la historia. El ilustrado Siglo XVIII veía ante si la clara y simple línea de un creciente progreso de la humanidad. Ese progreso debía estar formado, sobre todo, por un perfeccionamiento intelectual y moral de la humanidad. La línea se movía entre dos puntos; iba del fanatismo a la libertad y la mayoría de edad espiritual; del dogma a la crítica; de la superstición al esclarecimiento; de la oscuridad a la luz. En la primera mitad del Siglo XIX aparecen, en todo caso, construcciones triples, en especial la secuencia escalonada de Hegel (p. ej. comunidad natural — sociedad burguesa — Estado) y la famosa ley de los tres estadios de Comte (de la teología, pasando por la metafísica hasta la ciencia positiva). Sin embargo, a la trinidad le falta la potencia polémica de la antítesis binaria. Por eso, cuando la lucha comenzó de nuevo, luego de un tiempo de tranquilidad, cansancio e intentos de restauración, la simple contraposición binaria triunfó inmediatamente otra vez. Incluso en Alemania, en dónde de ningún modo tuvieron intención bélica, dualidades como señorío y corporación (en O. Gierke) o comunidad y sociedad (en F. Tönnies) desplazaron al esquema tripartito de Hegel. [53]
El ejemplo más notorio e históricamente eficaz lo constituye la antítesis formulada por Karl Marx entre burgueses y proletarios que busca concentrar todas las luchas de la Historia Universal en un único, final, combate contra el último enemigo de la humanidad, reuniendo a los muchos burgueses de la tierra, al igual que a los muchos proletarios, en dos unidades opuestas con lo que obtiene un tremendo agrupamiento del tipo amigo-enemigo. Pero, para el Siglo XIX, la fuerza persuasiva de este agrupamiento residía por sobre todo en que había conseguido perseguir al oponente liberal-burgués hasta el terreno económico obligándolo, por decirlo así, a combatir en su propio terreno y contra sus propias armas. Esto fue necesario porque, con el triunfo de la "Sociedad Industrial" el giro hacia lo económico ya había quedado decidido. Como fecha de este triunfo puede considerarse a 1814, el año en que Inglaterra triunfó sobre el imperialismo militar de Napoleón. Su teoría más simple y transparente sería la interpretación histórica de H. Spencer que ve a la historia de la humanidad como un desarrollo que parte de la sociedad militar-feudal para llegar a la sociedad industrial-comercial. Su primera pero al mismo tiempo completa manifestación documentada sería el tratado sobre "el espíritu del poder conquistador", el esprit de conquête que Benjamin Constant, el inaugurador toda la intelectualidad liberal del Siglo XIX, publicó en el año 1814.
Lo decisivo aquí es la conexión existente entre la fe en el progreso — que en el Siglo XVIII todavía era principalmente humanitario-moral e intelectual, vale decir: "espiritual" — con el desarrollo económico-industrial-tecnológico del Siglo XIX. "La economía" se sintió portadora de estas magnitudes, de dimensiones muy complejas en realidad. Economía, comercio, industria, perfeccionamiento técnico, libertad y racionalización se consideraban como aliados y esencialmente pacíficos comparados con la violencia bélica, aún a pesar de sus arremetidas ofensivas en contra del feudalismo, la reacción y el Estado policial. De este modo surge el agrupamiento característico del Siglo XIX:

Libertad, progreso y razón unidos con contra Feudalismo, reacción y violencia unidos con
Economía, industria y tecnología como contra Estado, guerra y política como
Parlamentarismo contra Dictadura
En la citada obra de Benjamin Constant del año 1814 ya podemos encontrar el inventario completo de estas antítesis y sus posibles combinaciones. Allí se dice que: estamos en la época que necesariamente debe suplantar a las guerras con la misma necesidad que la época de las guerras debió preceder a la presente. Sigue luego la caracterización de ambas épocas: la una busca obtener los bienes necesarios para la vida mediante entendimientos pacíficos (obtenir de gré à grè), la otra mediante la guerra y la violencia. La segunda es "l'impulsion sauvage" mientras que la primera, por el contrario, es "le calcul civilisé". Puesto que la guerra no puede conseguir las comodidades y el confort que nos brindan el comercio y la industria, las guerras ya no son beneficiosas y la guerra victoriosa es un mal negocio incluso para el vencedor. Aparte de ello, el enorme desarrollo de la tecnología bélica moderna (Constant menciona aquí especialmente a la artillería sobre la cual descansaba la superioridad tecnológica del ejército napoleónico) ha hecho que carezca de sentido el coraje personal, la exaltación bélica y todo lo que la guerra tenía de heroico y glorioso en épocas pasadas. Por lo tanto la guerra, al menos esta es la conclusión final de Constant, ha perdido tanto toda su utilidad como todo su encanto: "l'homme n'est plus entrainé à s'y livrer, ni par intérêt, ni par passion." Antes los pueblos guerreros sojuzgaban a los pueblos comerciantes; hoy es a la inversa.
Desde entonces la extraordinariamente compleja coalición de economía, libertad, tecnología, ética y parlamentarismo ya hace rato que ha liquidado a sus oponentes constituidos por los restos de un Estado absolutista y una aristocracia feudal. Con ello ha perdido todo sentido actual. Ahora aparecen otros agrupamientos y coaliciones en su lugar. La economía ya no es eo ipso libertad; la tecnología no sirve solamente al confort sino igualmente a la producción de peligrosas armas y artefactos; su progreso no produce eo ipso aquél perfeccionamiento humanitario-moral que el Siglo XVIII se imaginaba como progreso y una racionalización tecnológica puede ser lo contrario de una racionalización económica. A pesar de ello, la atmósfera intelectual de Europa aún hasta el día de hoy permanece llena de esta interpretación histórica del Siglo XIX y, al menos hasta hace poco, sus fórmulas y conceptos mantenían una energía que parecía haber sobrevivido a la muerte del antiguo contrincante.
Para esto, el mejor ejemplo de las últimas décadas lo constituyen las tesis de Franz Oppenheimer. Como objetivo, Oppenheimer proclama el "exterminio del Estado". Su liberalismo es tan radical que no le otorga validez al Estado ni siquiera en calidad de burócrata armado. Al "exterminio" lo pone en acción inmediatamente a través de una definición cargada de valores y emotividades. A saber: el concepto del Estado debe estar determinado por el "medio político" y el concepto de la (esencialmente apolítica) sociedad por el "medio económico". Sin embargo, los predicados con los cuales luego se define tanto el medio económico como el medio político, no son más que circunlocuciones de aquél pathos que oscilaba entre la ética y la economía para dirigirse contra la política y el Estado; además de antítesis polémicas desembozadas en las cuales se refleja la relación polémica que el Siglo XIX alemán tenía entre Estado y sociedad o política y economía. El medio económico es el intercambio; es reciprocidad de prestación y contraprestación, por lo tanto bilateralidad, igualdad, justicia y paz; por último es nada menos que el "espíritu corporativo de la concordia, la fraternidad y la justicia misma". El medio político, por el contrario, es "la violencia conquistadora extra-económica", robo, conquista y crimen de todo tipo. Subsiste un orden de valores referido a la relación entre el Estado y la sociedad pero, mientras la concepción estatal del Siglo XIX alemán sistematizada por Hegel construía un Estado como un imperio de la moralidad y de la razón objetiva muy por sobre el "imperio animal" de la sociedad "egoísta", en Oppenheimer el orden de valores se halla invertido y la sociedad aparece como una esfera de la pacífica justicia colocada infinitamente por sobre el Estado al cual se lo degrada convirtiéndolo en una región de violenta inmoralidad. Los papeles se hallan intercambiados, la apoteosis se ha mantenido. Sin embargo, en realidad no deja de ser improcedente y no es correcto, ni moral, ni psicológica ni mucho menos científicamente, establecer definiciones por simples descalificaciones morales y proceder a contraponer al bueno, justo, pacífico, en una palabra: simpático intercambio con la salvaje, ladrona y criminal política. Con métodos como ésos uno podría definir, a la inversa y con la misma facilidad, a la política como la esfera de la lucha honesta y a la economía como un mundo de estafas. Al fin y al cabo la relación de la política con el robo y la violencia no es más específica que la de la economía con la astucia y el engaño. Trocar y trucar frecuentemente están muy cerca. [54].
Un poder sobre seres humanos basado sobre fundamentos económicos, justamente si se mantiene apolítico sustrayéndose a toda responsabilidad y visibilidad políticas, tiene que aparecer como una tremenda estafa. El concepto del intercambio de ningún modo excluye conceptualmente que alguno de los partícipes sufra un perjuicio o que un sistema de contratos bilaterales se convierta en un sistema de la peor explotación y opresión. Cuando los explotados y oprimidos en una situación semejante se dispongan a defenderse, obviamente no podrán hacerlo con medios económicos. Y es igualmente obvio que, luego, los dueños del poder económico tratarán de impedirlo y catalogarán como violencia y crimen a todo intento de producir un cambio "extra-económico" en su posición de poder. Sólo que con ello se cae esa construcción ideal de una sociedad eo ipso pacífica y justa por estar basada sobre el intercambio y los contratos bilaterales. Desgraciadamente también los usureros y los extorsionadores invocan la intangibilidad de los contratos y el principio de pacta sunt servanda. La esfera del intercambio tiene sus propios estrechos límites y su ámbito específico, y no todas las cosas tienen un valor de intercambio. Por ejemplo, no existe un equivalente justo para la libertad política ni para la independiencia política, sea cual fuere el monto del soborno.
Con el auxilio de definiciones y construcciones similares, que al fin y al cabo solamente giran alrededor de la polaridad existente entre ética y economía, no se puede exterminar al Estado y a la política, ni tampoco se puede despolitizar al mundo. Que las contraposiciones económicas se hayan vuelto políticas y que el concepto de "posición de poderío económico" haya podido surgir, sólo demuestra que el punto de lo político puede ser alcanzado desde lo económico, al igual que desde cualquier área objetiva. Bajo esta impresión es que surgió la tantas veces citada frase de Walther Rathenau en el sentido de que hoy en día el destino no es la política sino la economía.
Más correcto sería decir que hoy, como siempre, la política sigue siendo el destino y sólo sucede que la economía se ha convertido en algo político con lo cual ha devenido en "destino". Por ello también sería falso creer (como sostuvo Josef Schlumpeter en su Soziologie des Imperialismus [Sociología del Imperialismo] en 1919) que una posición conquistada con la ayuda de una supremacía económica es "esencialmente no-bélica". No bélica de un modo esencial, y específicamente por la esencia misma de la ideología liberal, es solamente la terminología. Un imperialismo de base económica buscará naturalmente establecer sobre el planeta un estado de cosas en el cual podrá aplicar sin restricciones y con éxito sus medios de poder económico tales como bloqueo de créditos, bloqueo de materias primas, destrucción de divisas extranjeras etc. Considerará como "violencia extra-económica" a todo intento, realizado por parte de un pueblo o de alguna otra agrupación humana, de sustraerse a las consecuencias de estos métodos "pacíficos". Utilizará incluso medios coercitivos aún más duros — pero siempre todavía "económicos" y, por lo tanto (según esta terminología) apolíticos y pacíficos — como, por ejemplo, los que enumeran las "directivas" para la implementación del Art.16 de la Sociedad de las Naciones (Número 14 de la resolución de la Asamblea de la Sociedad de las Naciones de 1921): suspensión de la provisión de alimentos a la población civil y bloqueo por hambre. Por último, dispone todavía de medios tecnológicos de muerte violenta, de armas modernas técnicamente perfeccionadas que, gracias a una inversión de capital e inteligencia, se ha hecho tan increíblemente utilizables precisamente para que puedan ser realmente utilizadas. Para el empleo de estos medios se ha formado en todo caso un nuevo vocabulario, esencialmente pacífico, que ya no conoce la guerra sino solamente ejecuciones, sanciones, expediciones punitivas, pacificaciones, defensa de tratados, policía internacional y medidas para garantizar la paz. Al oponente ya no se lo llama enemigo pero, en contrapartida, se lo coloca hors-la-loi y hors l'humanité en calidad de violador de la paz o amenaza contra la paz, y una guerra llevada a cabo para el mantenimiento o la expansión de posiciones de poder económicas tiene que ser convertida, con gran inversión de propaganda, en "cruzada" y en "la última guerra de la humanidad". Así lo exige la polaridad entre ética y economía. En todo caso, queda al descubierto en ella una sorprendente sistematicidad y coherencia, pero también este sistema supuestamente apolítico y aparentemente hasta antipolítico sirve a agrupamientos del tipo amigo-enemigo, ya sea a existentes o a nuevos, y no puede escapar de la consecuencialidad de lo político.

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